Carta de amor del calibre 44.

Llevo tanto tiempo escribiendo esta carta que ya no recuerdo cuando comencé a hacerlo. No sé si por entonces aún te amaba o si por el contrario te odiaba con tantas fuerzas como te odio ahora.
Lo que sí sé es que te mereces cada uno de los pensamientos sobre ti que se cruzan por mi mente día y noche, buenos y malos.
Recuerdos sobre cómo me recogías entre tus brazos cuando las fuerzas abandonaban mi cuerpo, recuerdos sobre cómo te hacía reír a carcajadas bajo los cálidos rayos de sol primaveral.
Pero eso quedó atrás el día que todo acabó.

Ahora bajo cada mañana desde el cielo para contemplarte, absorto en tu mirada, en cada paso que tus largas piernas dan, esperando que te gires y adviertas mi presencia, como cuando te esperaba calle abajo para ir juntos al instituto cogidos de la mano como esas parejas que veíamos pasar mientras lanzábamos pan a los patos del parque.
Sueños y más sueños que nunca llegaron a cumplirse. Promesas y más promesas que jamás trascendieron.

Observo cómo las caricias de otra persona recorren tu piel haciéndote estremecer, envidioso, deseoso de que dichos dedos pertenecieran a mis manos, temeroso también, de que esas caricias que yo mismo te regalé hayan caído en el más profundo de los olvidos.
Te sigo sin cesar a donde quiera que vayas, camuflado entre las ligeras brisas que elevan tus cabellos hacia el infinito, arrancando esa suave fragancia que me adormecía cada noche mientras tu pelo se enredaba entre mis dedos.

Al atardecer, el lamento carmesí del nublado horizonte me anuncia que debo dejarte una vez más para regresar al sitio del que nunca conseguiré escapar. Lentamente asciendo sobre los edificios dejando tu figura atrás hasta que logras confundirte entre la multitud que abarrota las calles de la ciudad.
Ya sólo puedo atravesar los jirones de nubes que me separan del cielo, inundado de un tono rojo oscuro; rojo como la sangre que bajo mi cuerpo tirado sobre el suelo bañaba la carta que nunca llegué a enviarte.

No sé si por entonces aún te odiaba o si por el contrario te amaba con tanta fuerza como te amo ahora.

El flujo interminable

De repente puedes notar el sudor frío resbalando por tu espalda al despertar sobresaltado, poniéndote la piel de gallina, descubriendo que sólo ha sido una mala pesadilla, e instantáneamente reconoces que  lo que te espera al cabo del día puede ser peor que cualquier pesadilla.

No basta con cerrar los ojos y desear que cuando los abras el monstruo ya no esté enfrente tuya, con las fauces abiertas, saboreando el tierno bocado que lo aguarda. Por mucho que quieras permanecer totalmente a salvo bajo la escasa protección de las cálidas sábanas, la realidad te empuja poco a poco hacia el borde del precipicio.

Todo ese nubarrón de agobiantes ideas se pasa por la cabeza de Ethan, mientras se anuda lentamente y con extremado cuidado la corbata frente al espejo de la habitación, iluminada únicamente por una pequeña lámpara que lanza débiles rayos de luz sobre las tinieblas que la noche impone.

Fuera aun no ha amanecido, ni siquiera se escucha el rumor de coches que normalmente circulan por la autovía cercana al apartamento.
Todo es pura rutina para él. El mismo trayecto en coche cada día por las frías y mojadas calles de Brooklyn, atravesando un sin fin de manzanas rumbo al trabajo.
Una rápida parada en el dispensador automático del Tom's Stop para comprar el periódico y un café para llevar, las únicas herramientas de trabajo que necesitará en la comisaría.

El cuerpo de policía de Nueva York. Ése siempre fue el sueño que ocupó su cabeza cuando era niño, al ver llegar a casa a su padre, con la impecable gorra azul marino y el imponente revólver del 45 enfundado en su cintura.
Qué diferente son los sueños y la realidad. De esperar ser el héroe de todo un distrito, a ser un simple investigador encargado de resolver los increíblemente aburridos casos de violencia doméstica y algún que otro robo en los pisos "papelina", pisos asaltados por pequeños camellos para robar a los yonkis que viven el subidón provocado por el crack.
Sin embargo hay veces que el destino es caprichoso y decide obsequiarnos con un terrible e imprevisto revés en nuestras vidas.

A dos manzanas de distancia de la comisaría, podría advertirse una gran columna de humo que sobrepasaba los altos edificios de oficinas. Extrañado, encendió la radio por si las emisoras de radio del distrito daban alguna información, pero la radio del coche escogió el día perfecto para no funcionar... "Malditos coches japoneses", pensó.
Mirando por la ventanilla se dio cuenta de algo que no había visto jamás en la vida, y que la costumbre y la monotonía diaria al recorrer la misma distancia día a día de forma automática, sin reconocer siquiera personas que se cruzan en su camino: no había ni un solo coche circulando por la avenida, ni gente andando por las aceras, corriendo para llegar deprisa al trabajo.

Al salir de su ensimismamiento se percató de que estaba parado en medio de la desierta avenida, observando con incredulidad la escena que ante él se reproducía.
De modo que se puso en marcha y pocos minutos entró en el garaje de la comisaría para aparcar en su plaza reservada a investigadores.
Pero algo no cuadraba allí. El garaje estaba repleto de coches, como cada día a aquellas horas en las que la comisaría rebosaba actividad.
Extrañado, se bajó del coche y se dirigió al ascensor que lo elevaría al hall de la comisaría, donde normalmente se agolpan prostitutas, camellos, indigentes y toda clase de parias a la espera de su entrega a la policía judicial.

Sólo hay una palabra para definir lo que allí adentro había, rebosante hasta las paredes, cubriendo cada centímetro cuadrado que sus ojos podían observar: sangre.
Un sin fin de cuerpos se distribuían por la sala, en extrañas posiciones, totalmente artificiales, algunos incluso sin extremidades, decapitados o con las entrañas esparcidas por el suelo. 
La escena era dantesca; parecía sacada de una película mala de gore ochentero.

El hedor era totalmente insoportable, por lo que Ethan se tapó la nariz con la manga de la americana gris que vestía, esperando amortiguar el olor cobrizo y salobre de la sangre en descomposición. 
Rápidamente se dispuso a inspeccionar los cuerpos que parecían embutidos en uniformes de policía. Todos aquellos amasijos de carne eran sus compañeros: Lydia la recepcionista, Craig, Phil, Gordon, Smith... todos, todos y cada uno de los agentes estaban muertos.
Se dirigió a la sala de radio esperando encontrar allí algún cadáver más, pero no había nada. Ni sangre, ni cuerpos...absolutamente nada.

Comprobó en un instante que ninguno de los aparatos de radio funcionaba, al igual que los teléfonos de la recepción. Parecía que ningún aparato electrónico funcionaba, ni tan siquiera el móvil.

¿Qué demonios pasaba allí? ¿Qué podía haber causado tal carnicería?¿Qué ha pasado esta jodida noche?

Ethan parecía inerte, sentado en las escalinatas de la entrada de la comisaría, con las manos sobre la cara, apagando las lágrimas tras ellas.

¿Acaso será una maldita pesadilla?. Desgraciadamente, no.