El asesino de Northhampton

-No, señor Williams. El crimen perfecto sí que existe. Y es por eso precisamente que encontrar al criminal es más fácil de lo que en un principio podíamos concebir.- Dijo Stenson, irguiéndose orgulloso de investigación en medio de la sala.
-Los asesinos que planifican crímenes perfectos son por regla general vanidosos. Gustan de que se reconozca su brutal y horrenda genialidad, que se alabe su capacidad imaginativa a la hora de cometer sus crímenes.- Prosiguió Stenson.- Y es por eso que usted, señor Williams, fue dejando todas aquellas pistas que tan poco nos ha costado descifrar.
-Desde aquellas pequeñas gotas de sangre que podían encontrarse alrededor de las prostitutas asesinadas, hasta aquellas cartas de baraja francesa que encontramos ante uno de los puestos de guardia del Palacio de Buckingham.
Aunque también fue un golpe de suerte contar con la inestimable ayuda de Patson, el joven limpiabotas que tanto conocía a aquellas pobres diablas que por azares del destino acabaron convirtiéndose en sus objetivos.

Cada vez que el detective Stenson explicaba los pasos que le llevaron al asesino de Pleasures Street, la estancia victoriana decorada con gran exquisitez parecía apocarse poco a poco cerniéndose sobre el asesino, Elijah Williams, un empleado de la fábrica de sedas de Northhampton, una de las más importantes del Imperio Británico.
Desde que quedó huérfano en el incendio que arrasó con las vidas de sus padres, el joven Elijah pasaba las tardes observando las rutinas de las calles de Northhamptonshire, los vaivenes de los tenderos que encandilaban a las amas de casa y doncellas de hogar para que compraran sus productos, y cómo no, los eróticos quehaceres de las prostitutas de los barrios más deprimidos de la ciudad.
Le dolía profundamente aquel libertinaje. Le destrozaba por dentro observar aquel maldito libertinaje.
Las prostitutas, como él, eran personas arrancadas de sus familias de una u otra manera, obligadas a sobrevivir en las calles de una despiadada y fría ciudad. Aun así, constituían una especie de clase social a parte. Abundantes ingresos que les permitía comprar caros vestidos y desayunar, comer y cenar caliente todos y cada uno de los días de su vida.
Él sin embargo optó por trabajar de sol a sol para poder permitirse llevarse a la boca un lastimero trozo de pan al final del día, cuando acudía a la pensión de la vieja Molly a dormir.
La diferencia era que ellas optaban por el camino “fácil”, dejarse llevar por el dolor y convertir sus vidas y sus cuerpos en objetos de placer a cambio de unos jugosos puñados de monedas que limpiaban la parte más amarga de sus vidas.
Aquello lo llevó a frecuentar los barrios de mujeres de moral distraída. Comenzó a observar cuáles eran sus rutinas, a asesinarlas una a una y a esconder sus cadáveres magistralmente. Tanto que aún no se sabe dónde pueden estar. Pero una pequeña porción de vanidad fue creciendo en su interior al darse cuenta de que todo aquello se le daba bien. Era un talento innato en él. El arte de la muerte en la palma de su mano.  Lo que le llevó a dejar pistas que provocaran el inevitable descubrimiento de su arte. Su macabro arte.

Y en medio de la sala estaba Williams, con un gesto gélido y opaco que ocultaba el arduo trabajo que se llevaba a cabo en su cerebro.
-Señor Elijah Williams, queda usted detenido por el asesinato de diecinueve mujeres.

Besos de pólvora

Nos sobran las balas.
Cajas y cajas de cartuchos de munición, proyectiles destinados a atravesar la carne de aquellos que son llamados "nuestros enemigos".
Atrincherados en esta vieja casa medio derruida en medio del paraje yermo de California, bajo un sol abrasador que baña el mar de arbustos, cactus y cabezas de ganado, las balas sobrevuelan nuestras cabezas como enjambres de enfurecidas abejas.
Marte y Plutón prosiguen su camino allí arriba en el universo, sin darse cuenta de que a ti y a mi nos queda poco tiempo.
Sin parar de disparar, de reir, de llorar, de comernos las miradas con los dientes de nuestros sentidos, gastamos munición, sueños perdidos que dejamos atrás por su gran peso, y otros que llevamos en nuestros bolsillos a cada lugar que visitamos.
El centelleante sol da paso a la tormenta, y los violentos relámpagos asustan a los caballos, que relinchan nerviosos entre la tormenta de arena del salvaje Oeste en el que nacimos, crecimos, nos conocimos y en el que moriremos, enamorados, como dos seres enfundados en ropas polvorientas.

Apunta y dispara, que no hay tiempo que perder. Los cuatreros nos rodean y la caballería hoy no vendrá. No hay futuro para nosotros dos en estas tierras dejadas de la mano de Dios.
Acuérdate de cómo cabalgábamos entre las reses, en medio del cañon sin apartar los ojos de nuestros cuerpos, sin atender a nada más que nuestros propios deseos. Era todo tan perfecto...

Y aquí estamos, por desearnos tanto y no prestar atención.
-A quién le importa!!!!- Gristas furiosa ante la sorprendida mirada de los cuatreros que intentan matarnos y robarnos todo aquello que tenemos, asediándonos sin cuartel, sin compasión.

Resignados, disparamos los últimos cartuchos; resistencia final intentando sobrevivir, sin poner tampoco demasiado empeño en la tarea. ¿Para qué? Todo tiene un final. Y el nuestro está llegando hacia nosotros ahora mismo. Es inútil oponerse.
No nacimos para esto; nacimos para acabar así, simplemente tú y yo, juntos, en el Oeste o en China, cuidando de ganado o estudiando contabilidad en cualquier escuela dominical de mala muerte.
Así es. Tú y yo. Haciendo a la lujuria avergonzarse de su propio significado.

Y mirandote fíjamente a los ojos, comprendo que tú piensas exactamente los ojos.
Los revólveres yacen ya inertes en el polvoriento suelo del desfiladero, reflejando los relámpagos que cruzan el firmamento ferozmente.

-Quítate la ropa.- Me dices suavemente entre susurros.- Volvamos al Oeste salvaje de verdad.-