La niebla

La niebla no te deja ver, es casi como un sólido muro que te separa del resto del mundo, pero no te preocupes, sigue andando, no te pares... pronto llegarás.

Pero no llegas. Escuchas voces, pero sin embargo, no puedes acercarte a ellas, sólo te preocupa una única cosa, salir de la niebla. Sabes que ahí fuera hay alguien deseando verte, preocupado por ti, aunque no puedas verle, aunque no puedas llegar hasta esa persona. Pero no importa, debes seguir, cruzar la niebla, si paras todo volverá al punto de partida, y deberás comenzar de nuevo.
Sigues adelante, por el camino de baldosas amarillas, que esperas te revele todas las dudas, todos los sentimientos que hay en ti. Y es que sin luz es difícil dar con todas las respuestas. Así que te adentras en la niebla, aislándote de todo y de todos . Caminas y caminas, hasta llegar a esa luz, fuera de la niebla.

Pero cuando crees llegar a la luz, la niebla te depara una macabra broma.

No adviertes el abismo que se abre ante ti, y comienzas a caer por el, chocando contra una infinidad de rocas afiladas, sintiendo como tu cuerpo poco a poco se despedaza.
Sin embargo, en cada una de esas heridas, hallas la respuesta a todas y cada una de tus dudas, comprendes sentimientos y entiendes por fin hacia quién van dirigidos. No hay respuesta sin dolor, y en cierta medida, es más gratificante hallarla de ese modo.
Así que cuando te levantas, aunque maltrecho, te sientes renovado por el gran golpe final, el que verdaderamente te abre los ojos a un mundo completamente nuevo.
Un precioso día lluvioso comienza, lejos de la niebla que enturbió cada uno de tus sentidos, y que te sumió en un profundo letargo emocional.

Alza la cara, siente las gotas de agua resbalar por tu cara, sonríe. Has llegado a tu destino.

Días como este...

Hay días en los que te sientes perdido, sin ningún tipo de meta que intentar alcanzar, ningún objetivo en la vida. Te das cuenta de que las ilusiones que te impulsaron a tomar ciertas decisiones, se han esfumado, quedando sólo una sensación de compromiso incómodo, así que te dedicas a llenar cada día con los mismos actos automáticos y notas como tu propio comportamiento está casi programado.

Ves como la gente a tu alrededor te bordea, cuidadosa de no rozarte ni tocarte, esperando no provocar ninguna clase de reacción, solamente por no tener que aguantarla posteriormente. La gente no tiene intención de entrar en tu vida.
Y es que te sientes inútil, prescindible, e incluso despreciado. Te preguntas si personalmente eres transparente, o sencillamente eres invisible para los demás, como un simple peatón más que camina por una saturada calle de una gran ciudad.
La idea de que si una buena mañana, desaparecieras, nada cambiaría, y la gente no notaría demasiado o nada, la ausencia. Nadie sentirá esa curiosidad especial por desenvolverte de tu envoltura de papel, e investigar qué clases de facetas se esconden dentro de ti.

Todos los días comienzan a tornarse grises, y esperas pacientemente que aparezca algo o alguien que te devuelva a la vida, que te haga sentir inquietudes de nuevo. Sin embargo, cuando ese alguien aparece, trastocando por completo tu vida, abres los ojos y ves que un futuro a lado de ella, es sencillamente improbable, por no decir imposible.
Así que para intentar salir de ese estado de aislamiento socio-emocional, decides sacudirte el polvo, echarte a caminar, y gritar, pero de pronto alguien te chista, y te pide que guardes silencio. No hay espacio, tiempo ni interés para ti.

Y vuelta a empezar...

Hay días en los que te sientes perdido, sin ningún tipo de meta..............

Manicomio

Otra noche vacía, vagamente iluminada por el resplandor de los rayos que cruzan furiosos el firmamento, mientras la lluvia golpea los cristales de la ventana, ansiosa por empaparlo todo.
Otra noche fría, gélida como el hielo que se forma entre las rendijas de las baldosas de esta celda, sentado a oscuras delante de la puerta, esperando a que tu aparezcas cruzándola con una de tus sonrisas.
Otra noche, otra maldita noche exactamente igual que aquella en la que te perdí. Otra jodida noche sin ti, sin la mayor parte de mí.

Aún tengo pesadillas, en las que sigues ardiendo dentro de aquella vieja casa, pesadillas que me persiguen aún cuando la luz asoma entre los barrotes de la ventana.
Aún siento tus gritos en mi cabeza, tan claros que no puedo evitar taparme los oídos con mis manos, en un vano intento por parar el dolor que me provoca.
Aún siento todas tus heridas como si fueran mías. Me recuerdan que no fui capaz de sacarte de entre los escombros a tiempo, y no dejan que pase un minuto sin que pueda parar de pensar en que allí me tendría que haber quedado, a tu lado, juntos, hasta el final.

No sé por qué sigo escribiéndote cartas cada noche, aun sabiendo que no hallaré ninguna respuesta. Quizás el hecho de volverme loco después de perderte tenga algo que ver, pero no puedo remediarlo.
Buenas noches, descansa en paz.

Abre los ojos

Hace una buena mañana... para no despertar.
Abres los ojos, y ves el blanco techo que cada día sorprendes observándote, quieto e impasible. Te desperezas mínimamente en la cama, y tras despojarte del calor de las sábanas, te dispones a levantarte.
Pones los pies en el suelo, pero no notas nada sólido. Y caes. Caes al vacío más puro que puede haber.
Un gran agujero se ha abierto en el mundo, justamente a los pies de tu cama. Tu propio agujero, tu propia desintegración temporal.
Todo va cayendo tras de ti: muebles, paredes, personas... pero no prestas atención a nada de ello. Tan solo sientes como caes, y no te sorprende. Esa sensación la experimentas cada mañana, cuando comprendes que ninguna ilusión ni sentimiento te inspira esas ganas de levantarte enérgico y saltar el agujero que amenaza con engullirte.
Y mientras tanto, sigues cayendo, con los ojos cerrados, esperando que todo pase pronto y poder volver a dedicarte a todas esas tediosas tareas que te ves casi obligado a cumplir a diario.
A ver a la misma gente, a hacer las mismas cosas, a soportar los mismos comportamientos una y otra vez..
Es difícil de explicar esa presión que sientes en tu cabeza, es difícil explicar cómo saca todos tus sentimientos, provocando una explosión emocional. Ganas de reír, de llorar, de correr, de quedarte quieto, de gritar, de enmudecer.

Y la caída llega a su fin. Estás sentado en el borde de la cama, mirando al suelo, con una lágrima surcando las mejillas...pero hay que seguir.
Cuando abres los ojos, no te queda más remedio que continuar viviendo.

La Dama del Bosque de Bonestown

Otoño de 1876.
Dos jinetes espolean a sus caballos como si la guadaña de la muerte estuviera a punto de recaer sobre sus cuellos, dejando una sólida polvareda a lo largo del camino que conduce al bosque de Bonestown.
Aquella tarde anocheció prontísimo, fue algo inusual, pudiéndose ver sobre las amplias praderas situadas a ambos lados del camino, miles de centelleantes puntitos de luz, producidos por pequeñas luciérnagas.
Era digno de ver: parecía que el cielo había decidido abandonar la soledad del firmamento, posándose sobre la tierra, entre los árboles, para no sentirse solo nunca más.

Los jinetes comenzaron a adentrarse en la espesura del bosque, sumergiéndose por completo en una negra bruma que incitaba a abandonarlo lo más rápidamente posible.
Una antigua leyenda decía que en lo más profundo del bosque, una triste dama habitaba, enfrascada en oscuros pensamientos, llorando y llorando día y noche, sin consuelo posible a tal llanto.
Sin embargo, cuando algún hombre se perdía en el bosque, e iba a parar al claro donde ella reposaba, una intensa y terrible furia se desataba sobre el triste mortal. Tan capaz era de proporcionar el placer más intenso, como de provocar un dolor sangrante que desembocaba en un agonizante final. Ningún hombre que se atreviera a internarse en el bosque, volvió a ver la luz del sol.

Los caballeros, se aproximaban al galope al centro del bosque, desatendiendo los consejos de los más ancianos del lugar. Los dos jinetes estaban enamorados de la misma mujer, Marie, y como única solución encontraron someterse al juicio de la blanca dama. Sólo uno de los dos encontraría aquella noche el cálido abrazo de su amada.
Al menos, eso creían ellos.
Llegaron al centro del claro, y quedaron deslumbrados por la belleza que allí rebosaba: miles de mariposas revoloteaban entre las hojas doradas que se desprendían de las ramas de los árboles colindantes, los líquenes cubrías las cortezas por completo, dándoles un aspecto viejo y sabio, y un halo violeta-verdoso envolvía todo cuanto estaba a la vista. Era algo tan mágico como misterioso.

No hicieron más que bajar de los caballos, cuando del centro del claro comenzó a abrirse una oscura grieta, surgiendo de ella una bella dama, posando su delicado cuerpo sobre el frondoso suelo.
Allí estaba la protagonista de tantas leyendas e historias, tan celestial y tan terrible como un ángel caído, y una sensación de pánico y fascinación invadió a los caballeros que se jugarían el destino de su amor.
La dama giró la cabeza hacia ellos, esbozando una tierna sonrisa, a la vez que comenzó a erguirse, dirigiéndose hacia ellos. Sus pasos eran armoniosos y ligeros, y de ella emanaba una suave fragancia a rosas y jazmín, y al llegar a la posición de los dos caballeros, pronunció las siguientes palabras: "¿Tan grande es el amor que profesáis hacia una frágil y delicada mortal, que despreciáis incluso vuestras propias vidas? Qué pena. Sola me veo obligada a vagar durante una eternidad por estos bosques, mientras hermosos hombres como vosotros desperdician tan alegremente sus vidas por efímeras mujeres. No conoceréis el amor que tanto ansiáis, y no experimentaréis ni un ligero atisbo de pasión, pues jamás saldréis de este bosque!".

Entonces, la bella dama se abalanzó sobre los dos jinetes, arañando, mordiendo y desgarrando con sus propias manos los débiles cuerpos, esparciendo la roja carne por todo el claro, dejando que la sangre fluyera entre la verde hierba hasta la grieta de la que surgió la dama.
El hermoso claro se tornó en un sangriento páramo de cadáveres mutilados, todos ellos masculinos, entre los que se encontraban los de nuestros jinetes.
La solitaria dama había encontrado la manera de aliviar el sentimiento de soledad: ya que no podía poseer el amor de ningún hombre, al menos poseería las almas de todo aquel que se atrevió a aventurarse en el bosque.
Almas repletas de sueños, ilusiones y amor que pasaban a alimentar el atormentado corazón de la dama del bosque de Bonestown, acompañándola durante toda la eternidad.

Hoy en día, es posible ver vagar en las noches de luna llena a Marie, llorando, por los alrededores del bosque, esperando encontrar al pretendiente que conseguirá su amor eterno.

El último guardián.

Los tambores de guerra resuenan por todo el país. Miles de soldados mueren cada día por defender todo cuanto aman: su país, su familia, su vida.

Las catapultas no cesan de arrojar muerte y destrucción sobre la plaza de la ciudad, mientras los arqueros rematan cualquier vestigio de vida, y los soldados irrumpen con violencia casa por casa degollando a madres e hijos.
Uno de los últimos capitanes de la guardia de la ciudad resiste heroicamente junto a las columnas del ágora, luchando sin descanso contra las decenas de invasores que sedientos de riquezas, sangre y fama, aniquilan los últimos restos de una antigua civilización.

Nuestro capitán no piensa, sólo reacciona a los furiosos embates del enemigo, cortando miembros, seccionando gargantas, acallando gritos de dolor de heridos que agonizan en el suelo.
Poco a poco los soldados de su guarnición van huyendo, presa del pánico que produce la estrepitosa llegada de Hades, el cual reclama lo que es suyo; no son más que ruinosas formas de vida que pronto perecerán.
Una saeta atraviesa la armadura del capitán, adelantando su destino final a tan trágico día. Malherido sobre los fríos adoquines del ágora yace el último guardián de la ciudad, con los ojos bien abiertos. Ya ninguna fuerza es capaz de mover músculos alguno. Sólo queda tiempo para pensar.

Los rayos de sol que atraviesan las grandes grietas de la muralla acarician su hermoso rostro, trayendo a su memoria aquellas cálidas tardes de primavera en las que paseaba junto a su amada por los campos de trigo, con su pequeña hija correteando a su alrededor mientras la salada y fresca brisa procedente del Egeo les acompañaba de camino a casa.
Todo comienza a tornarse oscuridad a su alrededor. La noche está iluminada únicamente por los fuegos que devoran las stoas y los pritaneos colindantes.
Nuestro capitán, la llave de la ciudad, cierra los ojos, rogando encarecidamente a los dioses por la suerte de su familia.

Y así acabo, triste final... más si este es mi destino, no lo haré esperar. Muero tranquilo, he llegado hasta el final. Por mi hogar, doy la vida... no puedo dar más.