De nuevo, buenos días.

Es increíble como a veces parece que el sol se despierta con unas ansias tremendas de brillar, de alegrar el día a todos los seres que tiene al alcance de sus rayos, imprimiéndoles una energía inagotable.
Y al abrir la ventana, una fresca brisa te acaricia el rostro, inundando toda la habitación de todos y cada uno de los aromas del monte, entonces, diriges tu mirada hacia la cama y ahí está la mujer de tus sueños, plácidamente sumida en sueños, con las sábanas entrelazadas con sus largas piernas, evocando en tu mente pensamientos que harían ruborizarse a cualquier puritano.
Te asomas a la ventana, disfrutando de tu cigarro, y observas como todo parece fluir de un modo más lento, más armonioso, todo lo ves con tranquilidad; esa tranquilidad de saber que tu vida es perfecta, y que nada puede cambiarlo.

Si había problemas o alguna leve preocupación, al despertar ya no están; simplemente desaparecen. Esas viejas ilusiones que un día desaparecieron, vuelven a tu vida renovándote por dentro, como un soplo de aire fresco, recordándote quién eres en realidad, tu esencia en estado puro.

Y entonces es cuando suena el despertador. Ese sonido deprimente que te taladra el oído, abriendo pesadamente tus ojos y sacándote del mejor de tus sueños. Entras en ese instante en el que no sabes que pasa, quién eres y qué debes hacer, y de repente, la cruda realidad te golpea como un mazo en las sienes.
El más terrible vacío se cierne sobre ti, y un sin fin de pensamientos ahogados comienzan a surgir en tu cerebro.
Te das cuenta que estás completamente vacío, sin voluntad, resignado a actuar como un autómata, y a conformarte con ejecutar la decisión (equivocada) que un día tomaste.
El reloj marca la hora, y es hora de salir hacia el abismo. Pintas en tu cara la sonrisa que desgraciadamente no se corresponde con el llanto que fluye por tu interior, y comienza la cuenta atrás. La cuenta atrás para volver a soñar una noche más.

Antorchas en el páramo

Llevan días detrás, y le van a colgar. No dará un paso atrás. Ellos tampoco, no se cansan.
Llevan días corriendo detrás de el, día y noche, sin descanso, con las antorchas encendidas, preparados para el linchamiento.
El tiempo se agota, cada vez están más cerca, ya puede oír los gritos tras su espalda, los insultos, puede sentir la rabia quemándole la nuca, girando la cabeza y viendo con ojos desorbitados el principio del fin.
Las antorchas desprenden una potente luz sobre el húmedo páramo, sobre las afiladas briznas de hierba que pisa con pesados pasos nuestro amigo Frankie, y a lo lejos, el pueblo brilla con un halo espectral, con el cadalso espectante ante la visita del monstruo.

Ya no tiene nada que perder, pero tiene miedo y corre bajo la estrellada noche de Agosto, hacia el bosque, donde quizás con un poco de suerte pueda escapar de ese montón de paletos sedientos de sangre e injusta justicia. 
Lágrimas de aceite resbalan por su mejilla, lágrimas de un cuerpo mecánico pero con corazón humano, lágrimas que le traen el recuerdo a la cabeza del primer día que vio la luz, en el taller de su creador.
Recuerda con nitidez aquel viejo cuartucho, aquellas paredes repletas de estanterías desvencijadas, llenas de herramientas, recuerda la desaliñada barba de su hacedor.
Pero esas cosas ya quedan muy lejos en la memoria.


El bosque ya está cerca, puede ver las copas de los árboles a escasos centenares de metros. En el interior de aquel vergel se encuentra un escondrijo donde podrá zafarse de la muchedumbre ansiosa por destrozarlo.
Ya casi lo alcanzan, unos metros les separan de un horrible fin, pero ya queda poco. El bosque desprende una tranquilizadora luz, es su única esperanza; tiene que llegar cueste lo que cueste.

Pero el pueblo furioso no lo permitirá. Una gigantesca horca alcanza a la abominación en el hombro, haciendo que ésta pierda el equilibrio y caiga pesadamente sobre la hierba. Ya no se puede hacer más.

Sus ojos vidriosos contemplan como decenas de afiladas horcas, palos y antorchas golpean y atraviesan su frágil cuerpo de hojalata.
El aceite riega ya el verde páramo.



Lo siento, soy tonto

Corre, sigue corriendo,
no pares, no mires atrás,
ya nadie te sigue con su mirada,
pues no te quieren más.


Eres tonto.


Siempre has sido tú
el que a pesar de sufrir
estuvo a su lado,
¿pero qué ha pasado?
se han olvidado de ti.


Y es que sigues siendo tonto.


Desde que tienes uso de razón,
te has preocupado por todos
menos de tu propia existencia
y, ahora, con dolor en el corazón,
asumes no sin reticencia,
y con lágrimas en los ojos,
que a nadie importas.


Ya no te lo repetiré más.


Quien por ti sienta aprecio,
amistad, amor o algo más,
te buscará sea cual sea el precio
sin poder a ti renunciar,
ya que nunca hiciste nada malo
sino simplemente, amar.

La historia sin fin

Todo hombre piensa alguna vez en su vida, aunque solo sea una vez, la posibilidad de ser inmortal: disfrutar de poder, riquezas y placer durante toda una eternidad. Pero por desgracia los hombres realmente no saben lo que supone la inmortalidad. Ser inmortal supone vivir una eternidad colmada de tristeza, desesperación y agonía.
Ésta es mi historia, una historia sin fin, la crónica de un hombre que jamás conocerá la muerte.

Son las seis y media de la madrugada, y arropado por una oscura tormenta, escribo estas líneas desde mi hogar, un lugar pasto de las ruinas, el campanario de Durnshold.
Dicen que escribir ayuda a superar los conflictos y traumas internos que todos poseemos en nuestro interior. Escribir se ha convertido en mi esperanza de alcanzar la redención, el perdón de todos mis crímenes.
Muchas veces he llegado a odiarme, a maldecir cada aliento que abandona mi cuerpo. He llegado a sentir tal desesperación, que el único consuelo eficaz era golpearme a mi mismo hasta que las sienes sangraran. Pero nada alivia mi dolor.

¿Yo qué hice para merecer tan cruel castigo?
En mi memoria aún se conserva el recuerdo del día en que todo comenzó. Yo no contaba con más de veintidós años, cuando corría bajo la lluvia otoñal tras la mujer de mi vida, Sophie. Ella reía mientras se escondía tras los sauces en un vano intento por evitar que yo la alcanzara. Súbitamente todo se sumió en las tinieblas: su risa continuaba sonando en el vacío de oscuridad que se alzaba sobre mí; yo intentaba avanzar, desconcertado por la situación, hasta que un terrible dolor se apoderó de mí y me dejó inconsciente.
Cuando me desperté, todo yacía yermo a mi alrededor, y yo, desnudo, en medio de aquel caos, comprendí que aquello debía ser el infierno.
Pero no, no lo era.

El resto de la historia no hace más que provocarme vergüenza y arrepentimiento. El tiempo pasaba fugazmente, sin provocar ningún cambio en mi ser. Todos mis conocidos envejecían, mientras que yo conservaba el aspecto del atractivo joven que antaño era. No lo entendía.
Fue el hecho de ver morir a todos y cada uno de mis familiares, de mis amigos, lo que desató una terrible cólera en mi interior. ¿Por qué debía yo contemplar tanto sufrimiento, sin la oportunidad de poder aliviar el más mínimo daño?

Pero todo aquello ya forma parte de mi pasado menos amargo. A partir de perder todo lo que dotaba a mi vida de cierto sentido, solo alcanzaba cierto alivio de mi carga enredándome en orgías de placer y asesinatos. Ser el causante del dolor, el miedo y la muerte, y no un simple espectador, limitado a observar como la vida ajena se extingue paulatinamente, me proporcionaba unos minutos de paz en los que mi mente escapaba de la anestesia emocional y sentimental que me recordaba constantemente que ya nada tenía sentido.
Todo era lógico y caótico a la vez. Una sucesión constante e inevitable: naces, creces, te reproduces, y mueres.
No me paraba a averiguar que se escondía tras los recovecos de la personalidad de las personas.
Ni siquiera volví a interesarme por las mujeres, ya que incapaz de sentir el más leve sentimiento ni placer, siendo incapaz de procurarles una buena vida, alejada de sufrimiento y dolor. Ya solo concebía al resto de los mortales como una unión de carne, huesos y materia gris que se descomponía lentamente con el paso de los años.

Y consumido en mis propias miserias permanezco noche tras noche en mi campanario, escribiendo cada una de mis penas en estos pesados volúmenes de papel, mientras contemplo las incandescentes luces de la ciudad y el ajetreo nocturno de los habitantes de la oscura urbe.
Todos los rostros de aquellas personas que perecieron entre mis ensangrentadas manos, me acompañan en mi soledad, mientras una sinfonía de aullidos y gritos me inspiran para escribir estos retazos de mi ajada memoria, a la espera de un signo de perdón.

La muerte ya no es sino una lejana ilusión, el anhelo de desvanecerme por siempre jamás, y expirar, al fin.