Al abrir la puerta, una lámpara de mano arrojó una tenue luz hacia el rostro de lo que a primera vista, bajo la penumbra, parecía ser una mujer, una de las criadas de la mansión, formando unos grotescos contornos. Las manos le temblaban, haciendo que la llama de la lámpara distorsionara cada sombra que en aquél rellano había. Un temblor apreciable hasta en su voz. De sus finos labios brotó un hilillo de voz apenas perceptible, que más bien parecía un susurro.
-Señor Lowndes, perdone las molestias, pero el jefe de policía de Scotland Yard, el Señor Robert Peel, acaba de abandonar la mansión, dejando este sobre para usted. No quiso aceptar mi invitación a que pasara, parecía nervioso, ansioso por deshacerse de esta carta. Aquí tiene.
Al acabar de pronunciar la última palabra, el viejo arrancó el papel de las manos de la criada, y como poseído, con la cara desencajada, echó un paso atrás y cerró la puerta sin mediar palabra alguna.
El anciano, inmóvil como una estatua de sal, tenía la mirada clavada en aquel trozo de papel lacrado que contenía su destino, trágico tal vez, o incluso, aún peor.
Con manos temblorosas, comenzó a romper cuidadosamente el sello que produjo un crujido claro como un estertor de muerte, y lentamente, sacó la esperada carta, escrita a máquina por algún gris administrativo de Scotland Yard.
"Estimado Sir John Lowndes:
Los servicios de investigación de Scotland Yard han dado por finalizadas sus actividades en los distritos de Waterloo y Southwark, teniendo que informarle lamentablemente que su hija, Sarah Lowndes, ha sido encontrada fallecida cerca de Coral St.
Le rogamos que acuda a la morgue de Scotland Yard para identificar correctamente la identidad del cuerpo hallado.
El cuerpo de policía de S.Y. le presenta las más sinceras condolencias."
El viejo levantó la mirada de la carta. Le temblaban las piernas. Se sentó encima de una de las mesas, donde estaban la botella y la copa, llenas de whisky.
Las miró fijamente, con un rostro despojado de cualquier emoción. Cogió la copa con delicadeza, y tras acercársela a la nariz para aspirar el penetrante aroma del licor, se bebió el contenido de un largo trago. Soltó la copa, dejándola caer sobre el suelo, partiéndose ésta en mil pedazos, y agarró con rapidez la botella para comenzar a tragar el alcohol con ansiedad, el cual caía por sus mejillas y su cuello a borbotones.
Al terminar la botella, la arrojó contra la pared, y tambaleándose, se puso en pie.
Llevaba años subiendo a aquel viejo desván cada día a pensar y a veces, a dejar de hacerlo, pero nunca se había fijado en que las paredes estaban repletas de retratos enmarcados. En todos se repetía la misma sonrisa. Escenas de navidad, en las que la ilusión llenaba la mansión, momentos de juego en el jardín familiar, días pasados en el campo, una joven que sonreía a cámara delante de las puertas de Oxford.
Como una estampida, cientos de recuerdos golpeaban la mente del anciano, haciéndole un daño terrible, trayéndole a su cabeza todos aquellos momentos que tan nítidamente se reflejaban en las fotos.
Con una ligera sonrisa dibujada en su rostro, cogió uno de los retratos, en cuya esquina inferior se podía leer una fecha: 2/9/1819, era una foto del bautizo de su pequeña Sarah.
Entonces, un relámpago iluminó la habitación, reflejándoseprofundidades de la tierra para instalarse por siempre en el corazón del maltrecho anciano.
Un sentimiento de angustia comenzó a penetrar profundamente en su interior, y echándose las manos a la cara, el viejo se percató de que un mar de amargas lágrimas inundaba su rostro, arrugado por los tormentosos años, calándole hasta los huesos, llegándole hasta el alma.
La desesperanza estalló al fin como una cruel bomba, embargando la sombría estancia de ira y rabia, dando como fruto una avalancha muebles y estanterías que se estrellaban contra el piso. Todo cuanto estaba a su alcance sufrió el mismo destino.
-¿Por qué, hija mía? No, mi pequeña no se merecía algo así. No.
El anciano, presa del llanto más profundo, se irguió dando tambaleantes pasos, acercándose al amplio ventanal, que era azotado por el viento y la lluvia.
Se secó las lágrimas con la manga de su vieja bata, y lamentó con una quebrada voz:
-Un día la vida yo te dí. Es hora de volver junto a ti.
Con nuevas lágrimas aflorando por sus ojos, el anciano hizo acopio de las poca fuerzas que en él quedaban, cerró los ojos, y atravesando violentamente las cristalera, emprendió el viaje para volver junto a su querida Sarah.