Liberación

Las hojas secas caen al otro lado de la ventana, como miles de copos de nieve dorados de un otoño frío y gris. Se amontonan en el bosque aguardando, taciturnas, tu llegada.

Sin embargo, ya no estás, y sinceramente, no creo que vuelvas nunca jamás. Aún recuerdo tu imagen, recorriendo el sendero de madrugada, sin decir nada, mirando fijamente al horizonte. No puedo culparte por ello.
Siento todos los días un gran peso que oprime mi pecho, un sentimiento de arrepentimiento que me desnuda y me deja indefenso ante tu gélida mirada.
Siento todas las cosas que te dije, fruto de la sin razón y el despecho; las palabras fueron crueles, acaloradas, aunque no del todo sinceras. He de admitir que tras toda aquella furia y desahogo se escondían las inmortales brasas de un amor que un día ardió en mi corazón hace años y que aún hoy sacude mis entrañas cada vez que leo las cartas que me enviabas cuando algo no iba del todo bien, cuando te sentías mal, cada vez que veo tus fotos, nuestras fotos.

Sólo quiero que te quede claro, que para mí fuiste la ilusión de vivir y la razón por la que cada mañana mis ojos se abrían deseosos de poder contemplar tu rostro un día más.
Ahora sé que aquellos momentos no volverán nunca, y puedo decir que hoy, ya no anhelo que vuelvan, pero antes de despedirnos por siempre jamás, quiero entregarte un trocito de mi corazón, lugar que no volverá a ser ocupado por otra persona que no seas tú, ya que no existe nadie en este mundo que pueda reemplazar todo aquello por lo que viví y por lo que amé.

Siempre serás mi primer amor. Adiós.

Solo

Otro día negro.

Intento abrir los ojos al despertar, sobresaltado por el tacto de la cálida ceniza que cae sobre mi cara.
No veo más que penumbra, y una sombra que viene y va. Poco a poco la visión va aclarándose, y puedo verte nítidamente, riendo, a mandíbula batiente, mientras tu huesudo dedo apunta hacia mí.
Algo dentro de mí se resquebraja, produciendo un intenso dolor. Viejo conocido.

El cielo tras de ti está totalmente oscuro, pero una extraña luz ilumina cada uno de los cuerpos que se amontonan enfrente nuestra.
A unos pocos metros puedo observar a un hombre, vestido con ajadas ropas, sostener una pistola en su mano, mientras contempla, asolado, el cuerpo inerte de su amada.
Sus labios aún conservan el calor que antaño colmaba su frágil cuerpo y de su pelo aún emana un agradable aroma, que lentamente va sustituyéndose por el hedor que el cuerpo produce al comenzar la putrefacción.
Las lágrimas de aquel hombre caen sobre la hierba seca que cubre cada centímetro del suelo, como una cascada que alimenta el caudal de un sempiterno lago de aguas color ocre.
En silencio levanta la pistola, con la mirada fija en el vacío, esperando que toda la desesperación acabe en unos instantes. Casi en susurros, pronuncia unas débiles palabras de amor, mientras aprieta el gatillo, y miles de pájaros envueltos en llamas levantan el vuelo sobre la oscuridad del día tras tan súbito estruendo.

Más allá de aquella escena, colina abajo, un niño camina solo entre la niebla que inunda todo el valle, dando cortitos pasos, mirando en todas direcciones, asustado.
Sus hombros van apartando las ramas de sauce que caen desde sus frondosas copas, y sus pies van hundiéndose poco a poco en el lodazal que queda oculto por la espesa bruma.
Su oscura melena roza ya el fango, pero su boca no articula palabra alguna. No hace nada, ni dice nada. Sabe cual es el final y lo acepta.

Parpadeo.

Sigues ahí, riéndote, mientras mi corazón va corrompiéndose y regenerándose, una y otra vez, a gran velocidad sobre la palma de tu mano.
Puedo escuchar una moribunda melodía de fondo. Mi canción favorita, la más triste y agónica de Korn, alcanza mis oídos, induciéndome en un estado de sobra conocido por mí.

Aquel hombre muerto, con las sienes destrozadas, la bella mujer muerta, los pájaros con alas de fuego, aquel niño pequeño, van uniéndose a ti lentamente, colocándose a tu lado, en frente mía, mirándome fijamente mientras cierro los ojos.

De nuevo la oscuridad tranquilizadora me abraza.

La ira de los monos

-El corazón ya no puede más y comienza a desintegrarse.- Comenzó a explicar el Señor Staunton, jefe de medicina de St. Bartholomew's Hospital.- Se diluye poco a poco entre los agujeros que lo atraviesan, desangrándole cada día más.
-En un primer momento creímos que podría tratarse de una afección cardiovascular, producida por un constante estrés, algún tipo de alteración hormonal o incluso un trastorno genético. Pero ninguna de estas causas provocó el fallo vital.

Entonces todos y cada uno de los periodistas de la sala dejaron de anotar frenéticamente el parte médico en sus libretas, y tras unas retorcidas risotadas, se quedaron atónitos ante lo que los médicos tenían custodiado en la urna de cristal, tapada con la tela de terciopelo carmesí.

-He aquí, señores y señoras, el mayor hallazgo científico de las últimas décadas. La síntesis emocional de un sentimiento en estado puro.- Masculló el Señor Staunton al retirar la tela de la urna.- El amor.

Un profundo murmullo de asombro invadió la oscura sala de prensa del hospital más antiguo de Londres, seguido de un sin fin de deslumbrantes flashes de cámaras fotográficas.

Un precioso halo carmesí rodeaba el sentimiento. Aquello era indescriptible. Era similar a una explosión pirotécnica en constante cambio. Emanaba de aquella urna una cálida sensación, de tranquilidad, de paz.

-Señores, al fin podremos descubrir la esencia de aquél sentimiento por el que los hombres viven, he irremediablemente, mueren- Dijo el Sr. Staunton.-Tanto sufrimiento se ha causado en el mundo por algo tan efímero como este sentimiento…

El doctor Staunton se quedó callado súbitamente, como si un rayo le hubiera golpeado la cabeza, contemplando con ojos muy abiertos la urna.
La síntesis comenzó a palpitar y a emitir un ligero zumbido, y en un momento, la sala entera se puso de pie para poder observarla.
Decenas de periodistas se agolpaban alrededor de la urna, intentando mirar más de cerca, con los ojos desorbitados.

Había una tensión muy fuerte en la sala, un ambiente muy cargado, lleno de violencia y de avaricia.
Y de repente, todos los presentes estallaron en un mar de golpes y gritos enrabiados, intentando apoderarse de la urna, puños que golpeaban caras, patadas en los costados, sangre que salpicaba el suelo, cuerpos tendidos en el piso.

Dentro de la urna, el amor contempla, divertido, la ira de los monos.