Woklube



No eran aún las 7 de la mañana y ya hacía un calor de narices. Hacía tanto calor que los peces no se atrevían ni a salir a la superficie del lago.
Hace unos años, a estas alturas del verano, los turistas solían pasarse días enteros acampados a las orillas del lago Woklube, disfrutando de sofocantes baños y la tranquilidad que se respira en los parajes que lo rodean. Sin embargo después de la crisis mundial que se está sufriendo, cada vez es menos gente la que puede permitirse veranear lejos de casa. Y mucho menos en estos lares, perdidos de la mano de cualquiera de los dioses existentes, en Sudáfrica.

A Rodrigo le encanta la pesca. Pasarse horas y horas sentado tranquilamente en una silla plegable, contemplando la quietud de las aguas, mientras los peces van y vienen alrededor del cebo de la caña de pescar. Y si hay suficiente cerveza a mano como para emborrachar a un elefante, pues mejor.
Rodrigo lleva unos años viviendo en Pretoria, la capital judicial de Sudáfrica, trabajando en un viejo taller en el barrio donde vive. Se trasladó a África después de que su mujer le abandonara por un joven abogado del bufete en el que trabajaban. No podía pasar página tras ver cómo la mujer a la que amaba, la mujer con la que se casó a los veintidós años, dejaba que 7 años de matrimonio se volatilizaran en unas pocas semanas. La verdad es que aún se le viene a la cabeza de vez en cuando la tarde en la que llegó pronto a casa y se encontró a su esposa y su amante en la habitación, riendo como hienas y retozando en la inmundicia de su infidelidad como cerdos.
Asique presentó su dimisión ante Hernán-Prieto, el director del bufete (no sin que le ofreciera un jugoso aumento de sueldo por conservar a su mejor abogado), hizo las maletas, se fue a una agencia de viaje, y tras tres cuartos de hora de ver mapas, leer folletos y escuchar a la simpática y atractiva agente de viajes, decidió que se iría a Pretoria. Le hizo gracia el nombre de la ciudad. Le recordaba a la guardia personal de los Césares en la antigua Roma y creyó que sería un buen sitio donde comenzar su vida prácticamente desde cero. El idioma no fue ningún problema para un exitoso abogado. Al principio pensaba que le costaría mucho adaptarse al entorno, pero en el barrio donde estableció su hogar había un restaurante regentado por un aragonés, Fernando, un maño de pura cepa de unos 30 años que le ayudó lo indecible para encontrar trabajo en uno de los despachos más famosos de toda Sudáfrica.
Estaba a gusto con su nueva vida, comenzaba a olvidar a su exmujer y al cabronazo de su amante. Empezaba a no echar de menos Madrid, a la familia, los amigos, etc.

Rodrigo comenzó a aficionarse a salir con Fernando y los amigos de éste por el centro de Pretoria, por los bares, pubs y discotecas que cada fin de semana se abarrotaban de gente con ganas de pasar un buen rato y punto.
Claro, todo lo que necesita un hombre es eso. Un poco de desfase, y al lunes siguiente ir al trabajo hecho un verdadero trapo, cargado de analgésicos y cafeína.
Una noche, fueron a la inauguración de una nueva discoteca temática, una de esas modernas salas donde cada fin de semana se organiza un espectáculo distinto, ambientado en diversas épocas, donde pinchan los dj’s más prestigiosos del momento.
Aquello era bestial, cientos de personas disfrazadas de época Romántica bailando al son de los últimos hits de Guetta, rodeados de vapor coloreado por decenas de focos de cientos de colores diferentes, camareras espectaculares rellenando sin parar las copas que van quedando muertas en las manos de los clientes. El ambiente era una mezcla de sudor, placer y gloria que emanaba de cada cuerpo que se movía extasiado por una síntesis de música y alcohol.
Entre pelucas, ostentosos trajes y sensuales movimientos, Rodrigo observó que una preciosa rubia no dejaba de dirigirle atrevidas miradas. Poco a poco iban acercándose el uno al otro mientras que la imponente música que atronaba toda la sala creaba una sensación de euforia a la que no pudieron resistirse.
Saltos, cambios de luces, sonidos graves y agudos se sucedían a un ritmo vertiginoso. Besos, alguna caricia furtiva, tragos de cola y ron. Sensación de asfixia, temperatura en ascenso a un ritmo alarmante. El sexo se respiraba en el ambiente.
-Sácame de aquí- le susurró la chica al oído-. Creo que la salida de emergencia está abierta.
Fuera del local la temperatura era aún más alta. Sus cuerpos lo hacían posible. Comenzaron a comerse vivos en un callejón oscuro cercano a la discoteca, despreocupados de posibles miradas ajenas, dejándose llevar por el deseo más primario, el puro instinto de alcanzar el placer.
Rodrigo no se encontraba bien. Algo fallaba en su cabeza. La chica lo aferraba a la pared, mientras arrodillada daba rienda suelta a su imaginación, Rodrigo sólo veía sombras a su alrededor. En su mente resonaban las risas provenientes de su habitación en Madrid. Las risas de su mujer y aquél chico. Chirriante, como la risa de una hiena. Hiriente como millones de alfileres.
Bajó la vista y contempló a la rubia que tenía sus ojos clavados en él. Ella era igual. Igual que su mujer. Igual que todas. Debía sufrir. Y mucho.

Aquella mañana el despertador sonó con furia, como si un par de gigantes aporrearan con rabia unas campanas  inmensas. Parecía que el resacoso ritual posterior a una buena noche de juerga debía comenzar con un café bien cargado y una ducha fría. Rodrigo pensó que el trayecto hacia el cuarto de baño estaba siendo el más largo que había recorrido en su vida, y sintió ganas de tirarse en el suelo, fresco, y  dormir unas horitas más. Pero el deber del trabajo no puede eludirse tan fácilmente.
-¡Oh, no, Dios mío!-
La visión era tan espeluznante como dantesca. Las paredes estaban cubiertas por miles de trazos de sangre, como si una brocha de mastodónticas proporciones hubiese estado toda la noche dando tumbos por los azulejos-. ¡Dios, no!
La visión de Rodrigo se congeló al ver las cortinas de la bañera. La luz que penetraba por la ventana dibujaba sobre la cortina una extraña silueta.
Avanzó despacio hasta la bañera con paso tembloroso, con la intención de hacer a un lado la cortina de plástico y ver que había sucedido en su cuarto de baño.

Una maraña de intestinos caía de la mitad superior del cuerpo de una mujer, colgado por el cuello en el soporte de la ducha y el cabello rubio pendía inerte tapando la cara de la pobre desgraciada. En la bañera, sumergido en una ingente cantidad de sangre y agua, yacía la otra mitad del cadáver.

Rodrigo dio unos pasos atrás hasta topar con la pared que aguardaba detrás, impasible a la escena. Se sorprendió al descubrir que no estaba aterrado por las imágenes que se colaban a través de sus ojos, sino todo lo contrario: una paz insólita se extendía desde sus pies hasta la cuenca de sus ojos. Ojos que no podían apartarse de brillante rojo que pintaba las paredes (y parte del techo) del cuarto de baño.
Su mirada fue a recaer sobre el lavabo, donde reposaba un serrucho de carpintería, totalmente recubierto de sangre seca y restos de tejido muscular. Rodrigo se incorporó y la recogió con manos seguras, como si aquel gesto fuese tan cotidiano como encender la televisión para ver las noticias matinales.
Recordaba aquel serrucho perfectamente (se lo prestó su amigo Fernando para cortar unos tablones que posiblemente se transformarían en un mueblecito de  cocina para colocar especias), pero no lograba recordar cómo había transportado el cuerpo de… -¡Lucrecia! ¡Se llamaba Lucrecia! -.
Sólo recordaba intensas luces y sonidos ensordecedores, y rojo… mucho color rojo. Rodrigo comenzó a sentir cómo una espiral de mareo y náuseas golpeaban su cabeza. Cerró los ojos y se dirigió a la cocina. Pan, mantequilla y café. Sólo necesitaba eso.


Es increíble cómo ha evolucionado el mundo de la recogida de basura. Desde tirar los despojos por la ventana hacia la calle, hasta los prácticos contenedores que se esconden bajo tierra. Cáscaras de plátano, envases de refrescos, lejía, champú, medio bistec a medio comer, y 56 kilos de carne, vísceras y huesos humanos. 

Dos bolsas negras de gran capacidad. Ni una más, ni una menos. Inventazo.

Un clásico de Gun’s and Roses sonaba por la emisora de radio favorita de Rodrigo mientras éste se dirigía al bufete, en busca de un nuevo día de monótono pero bien remunerado trabajo.
-Woklube- dijo para sus adentros. –Una buena tarde de pesca, y por la noche, sexo y sangre. No hay plan mejor para el fin de semana.

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