La historia sin fin

Todo hombre piensa alguna vez en su vida, aunque solo sea una vez, la posibilidad de ser inmortal: disfrutar de poder, riquezas y placer durante toda una eternidad. Pero por desgracia los hombres realmente no saben lo que supone la inmortalidad. Ser inmortal supone vivir una eternidad colmada de tristeza, desesperación y agonía.
Ésta es mi historia, una historia sin fin, la crónica de un hombre que jamás conocerá la muerte.

Son las seis y media de la madrugada, y arropado por una oscura tormenta, escribo estas líneas desde mi hogar, un lugar pasto de las ruinas, el campanario de Durnshold.
Dicen que escribir ayuda a superar los conflictos y traumas internos que todos poseemos en nuestro interior. Escribir se ha convertido en mi esperanza de alcanzar la redención, el perdón de todos mis crímenes.
Muchas veces he llegado a odiarme, a maldecir cada aliento que abandona mi cuerpo. He llegado a sentir tal desesperación, que el único consuelo eficaz era golpearme a mi mismo hasta que las sienes sangraran. Pero nada alivia mi dolor.

¿Yo qué hice para merecer tan cruel castigo?
En mi memoria aún se conserva el recuerdo del día en que todo comenzó. Yo no contaba con más de veintidós años, cuando corría bajo la lluvia otoñal tras la mujer de mi vida, Sophie. Ella reía mientras se escondía tras los sauces en un vano intento por evitar que yo la alcanzara. Súbitamente todo se sumió en las tinieblas: su risa continuaba sonando en el vacío de oscuridad que se alzaba sobre mí; yo intentaba avanzar, desconcertado por la situación, hasta que un terrible dolor se apoderó de mí y me dejó inconsciente.
Cuando me desperté, todo yacía yermo a mi alrededor, y yo, desnudo, en medio de aquel caos, comprendí que aquello debía ser el infierno.
Pero no, no lo era.

El resto de la historia no hace más que provocarme vergüenza y arrepentimiento. El tiempo pasaba fugazmente, sin provocar ningún cambio en mi ser. Todos mis conocidos envejecían, mientras que yo conservaba el aspecto del atractivo joven que antaño era. No lo entendía.
Fue el hecho de ver morir a todos y cada uno de mis familiares, de mis amigos, lo que desató una terrible cólera en mi interior. ¿Por qué debía yo contemplar tanto sufrimiento, sin la oportunidad de poder aliviar el más mínimo daño?

Pero todo aquello ya forma parte de mi pasado menos amargo. A partir de perder todo lo que dotaba a mi vida de cierto sentido, solo alcanzaba cierto alivio de mi carga enredándome en orgías de placer y asesinatos. Ser el causante del dolor, el miedo y la muerte, y no un simple espectador, limitado a observar como la vida ajena se extingue paulatinamente, me proporcionaba unos minutos de paz en los que mi mente escapaba de la anestesia emocional y sentimental que me recordaba constantemente que ya nada tenía sentido.
Todo era lógico y caótico a la vez. Una sucesión constante e inevitable: naces, creces, te reproduces, y mueres.
No me paraba a averiguar que se escondía tras los recovecos de la personalidad de las personas.
Ni siquiera volví a interesarme por las mujeres, ya que incapaz de sentir el más leve sentimiento ni placer, siendo incapaz de procurarles una buena vida, alejada de sufrimiento y dolor. Ya solo concebía al resto de los mortales como una unión de carne, huesos y materia gris que se descomponía lentamente con el paso de los años.

Y consumido en mis propias miserias permanezco noche tras noche en mi campanario, escribiendo cada una de mis penas en estos pesados volúmenes de papel, mientras contemplo las incandescentes luces de la ciudad y el ajetreo nocturno de los habitantes de la oscura urbe.
Todos los rostros de aquellas personas que perecieron entre mis ensangrentadas manos, me acompañan en mi soledad, mientras una sinfonía de aullidos y gritos me inspiran para escribir estos retazos de mi ajada memoria, a la espera de un signo de perdón.

La muerte ya no es sino una lejana ilusión, el anhelo de desvanecerme por siempre jamás, y expirar, al fin.



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