Antorchas en el páramo

Llevan días detrás, y le van a colgar. No dará un paso atrás. Ellos tampoco, no se cansan.
Llevan días corriendo detrás de el, día y noche, sin descanso, con las antorchas encendidas, preparados para el linchamiento.
El tiempo se agota, cada vez están más cerca, ya puede oír los gritos tras su espalda, los insultos, puede sentir la rabia quemándole la nuca, girando la cabeza y viendo con ojos desorbitados el principio del fin.
Las antorchas desprenden una potente luz sobre el húmedo páramo, sobre las afiladas briznas de hierba que pisa con pesados pasos nuestro amigo Frankie, y a lo lejos, el pueblo brilla con un halo espectral, con el cadalso espectante ante la visita del monstruo.

Ya no tiene nada que perder, pero tiene miedo y corre bajo la estrellada noche de Agosto, hacia el bosque, donde quizás con un poco de suerte pueda escapar de ese montón de paletos sedientos de sangre e injusta justicia. 
Lágrimas de aceite resbalan por su mejilla, lágrimas de un cuerpo mecánico pero con corazón humano, lágrimas que le traen el recuerdo a la cabeza del primer día que vio la luz, en el taller de su creador.
Recuerda con nitidez aquel viejo cuartucho, aquellas paredes repletas de estanterías desvencijadas, llenas de herramientas, recuerda la desaliñada barba de su hacedor.
Pero esas cosas ya quedan muy lejos en la memoria.


El bosque ya está cerca, puede ver las copas de los árboles a escasos centenares de metros. En el interior de aquel vergel se encuentra un escondrijo donde podrá zafarse de la muchedumbre ansiosa por destrozarlo.
Ya casi lo alcanzan, unos metros les separan de un horrible fin, pero ya queda poco. El bosque desprende una tranquilizadora luz, es su única esperanza; tiene que llegar cueste lo que cueste.

Pero el pueblo furioso no lo permitirá. Una gigantesca horca alcanza a la abominación en el hombro, haciendo que ésta pierda el equilibrio y caiga pesadamente sobre la hierba. Ya no se puede hacer más.

Sus ojos vidriosos contemplan como decenas de afiladas horcas, palos y antorchas golpean y atraviesan su frágil cuerpo de hojalata.
El aceite riega ya el verde páramo.



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