Sarah


John hoy no está de buen humor. Lleva años sin experimentar un sentimiento distinto. Siempre de mal humor.
Se sienta cada mañana en su destartalada mecedora a ver el tiempo pasar, con su botella de whisky escocés ( siempre el mejor, por supuesto )  en una mano, y una copa medio llena en la otra. Las barbas que luce atestiguan los días que lleva sin salir de casa, del desván, desde donde contempla el artificial horizonte, formado por miles de tejados humeantes londinenses bajo una gruesa capa de nubes que oculta las estrellas y la luna llena que reina en el firmamento, a la espera de algo, algo que ansía que llegue y al mismo tiempo, le horroriza la posibilidad de que suceda.

La oscuridad se va haciendo dueña poco a poco del habitáculo, pintando de mil y una sombras la viejas y desconchadas paredes, inmersas en la penumbra producida por una titubeante vela medio consumida.
El desván está lleno de muebles viejos tapados con polvorientas lonas, encargadas de evitar que el tiempo haga mella en las preciosas maderas, en las que las arañas campan a sus anchas, además de algún estante con ajados libros amontonados. Pero si algo llena con pesada violencia la estancia, es el silencio. Un silencio palpable, opaco, interrumpido por súbitos aguaceros y feroces vendavales otoñales.
Un silencio que contiene tensión, fuerte pero inapreciable a su vez, entremezclado con un ambiente cargado de humo de tabaco, procedente de la vieja pipa del señor John, ahogado en el olor del alcohol. Un silencio que parece rodear al anciano, acechante, expectante, como un mero espectador.
Y es que cada día se produce la misma imagen: un anciano que asciende con paso lastimoso hasta el desván, cerrando con llave la puerta tras de sí, para enfrascarse en un millar de lamentos que sólo él conoce, mientras la botella de whisky se consume, sorbo tras sorbo.

Pero hoy todo será distinto. La tensa normalidad del anciano se ve interrumpida por unos golpes secos en la puerta, que como si de unos lúgubres aullidos se trataran, le sacan de su profundo letargo sentimental.
Fuera ya de su ensimismamiento y mirando hacia los lados, la pesada maquinaria de su cerebro reacciona, levantando lentamente cada miembro, dirigiéndose hacia la puerta de la estancia.
Al abrir la puerta, una lámpara de mano arrojó una tenue luz hacia el rostro de lo que a primera vista, bajo la penumbra, parecía ser una mujer, una de las criadas de la mansión, formando unos grotescos contornos. Las manos le temblaban, haciendo que la llama de la lámpara distorsionara cada sombra que en aquél rellano había. Un temblor apreciable hasta en su voz. De sus finos labios brotó un hilillo de voz apenas perceptible, que más bien parecía un susurro.

-Señor Lowndes, perdone las molestias, pero el jefe de policía de Scotland Yard, el Señor Robert Peel, acaba de abandonar la mansión, dejando este sobre para usted. No quiso aceptar mi invitación a que pasara, parecía nervioso, ansioso por deshacerse de esta carta. Aquí tiene.

Al acabar de pronunciar la última palabra, el viejo arrancó el papel de las manos de la criada, y como poseído, con la cara desencajada, echó un paso atrás y cerró la puerta sin mediar palabra alguna.
El anciano, inmóvil como una estatua de sal, tenía la mirada clavada en aquel trozo de papel lacrado que contenía su destino, trágico tal vez, o incluso, aún peor.
Con manos temblorosas, comenzó a romper cuidadosamente el sello que produjo un crujido claro como un estertor de muerte, y lentamente, sacó la esperada carta, escrita a máquina por algún gris administrativo de Scotland Yard.

"Estimado Sir John Lowndes:

Los servicios de investigación de Scotland Yard han dado por finalizadas sus actividades en los distritos de Waterloo y Southwark, teniendo que informarle lamentablemente que su hija, Sarah Lowndes, ha sido encontrada fallecida cerca de Coral St.
Le rogamos que acuda a la morgue de Scotland Yard para identificar correctamente la identidad del cuerpo hallado.
El cuerpo de policía de S.Y. le presenta las más sinceras condolencias."

El viejo levantó la mirada de la carta. Le temblaban las piernas. Se sentó encima de una de las mesas, donde estaban la botella y la copa, llenas de whisky.
Las miró fijamente, con un rostro despojado de cualquier emoción. Cogió la copa con delicadeza, y tras acercársela a la nariz para aspirar el penetrante aroma del licor, se bebió el contenido de un largo trago. Soltó la copa, dejándola caer sobre el suelo, partiéndose ésta en mil pedazos, y agarró con rapidez la botella para comenzar a tragar el alcohol con ansiedad, el cual caía por sus mejillas y su cuello a borbotones.
Al terminar la botella, la arrojó contra la pared, y tambaleándose, se puso en pie.

Llevaba años subiendo a aquel viejo desván cada día a pensar y a veces, a dejar de hacerlo, pero nunca se había fijado en que las paredes estaban repletas de retratos enmarcados. En todos se repetía la misma sonrisa. Escenas de navidad, en las que la ilusión llenaba la mansión, momentos de juego en el jardín familiar, días pasados en el campo, una joven que sonreía a cámara delante de las puertas de Oxford.
Como una estampida, cientos de recuerdos golpeaban la mente del anciano, haciéndole un daño terrible, trayéndole a su cabeza todos aquellos momentos que tan nítidamente se reflejaban en las fotos. 
Con una ligera sonrisa dibujada en su rostro, cogió uno de los retratos, en cuya esquina inferior se podía leer una fecha: 2/9/1819, era una foto del bautizo de su pequeña Sarah.
Entonces, un relámpago iluminó la habitación, reflejándoseprofundidades de la tierra para instalarse por siempre en el corazón del maltrecho anciano.
Un sentimiento de angustia comenzó a penetrar profundamente en su interior, y echándose las manos a la cara, el viejo se percató de que un mar de amargas lágrimas inundaba su rostro, arrugado por los tormentosos años, calándole hasta los huesos, llegándole hasta el alma.

La desesperanza estalló al fin como una cruel bomba, embargando la sombría estancia de ira y rabia, dando como fruto una avalancha muebles y estanterías que se estrellaban contra el piso. Todo cuanto estaba a su alcance sufrió el mismo destino.

-¿Por qué, hija mía? No, mi pequeña no se merecía algo así. No.

El anciano, presa del llanto más profundo, se irguió dando tambaleantes pasos, acercándose al amplio ventanal, que era azotado por el viento y la lluvia.
Se secó las lágrimas con la manga de su vieja bata, y lamentó con una quebrada voz:

-Un día la vida yo te dí. Es hora de volver junto a ti.

Con nuevas lágrimas aflorando por sus ojos, el anciano hizo acopio de las poca fuerzas que en él quedaban, cerró los ojos, y atravesando violentamente las cristalera, emprendió el viaje para volver junto a su querida Sarah.



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