Radiantes...

El lejano sonido de unas campanas inunda cada rincón del precioso paisaje. Una gran pradera repleta de árboles que impregnan la vista de tonos amarillentos y anaranjados, al pie de grandes montañas.
El cielo está salpicado por diminutas nubes dejando que los rayos de sol bañen todo cuanto está a nuestro alrededor, mientras una ligera y fresca brisa otoñal mece suavemente las copas frondosas de los árboles, arrancando pequeñas hojas que cubren el suelo bajo sus ramas.
En medio de la pradera, se alza una pequeña pero hermosa capilla medieval, con cada palmo de pared cubierta por una densa hiedra.
Dentro de la capilla se respira la más pura felicidad. Ni un alma cabe ya, para contemplar como los radiantes novios se unen para siempre.
Los invitados, impecables todos ellos, tienen cincelados en sus rostros unas amplias sonrisas, mientras esperan pacientemente el esperado enlace.
El sacerdote pronuncia bonitas palabras en latín mientras los novios, se miran dulcemente, cogidos de la mano, radiantes.

De repente, todo queda inundado por la oscuridad, el silencio es sepulcral. No se escuchan las palabras del sacerdote ni el murmullo de los invitados, no se percibe el característico olor de las capillas, no hay nada en absoluto.

El lejano sonido de unas campanas inundan cada rincón del tétrico paisaje. Una gran pradera repleta de árboles desnudos y secos, al pie de las negras montañas.
El cielo está completamente inundado de oscuros nubarrones, impidiendo que los rayos de luna iluminen débilmente nuestro alrededor, mientras un despiadado vendaval azota los desnudos árboles, produciendo un escalofriante silbido.
En medio de la niebla, pueden contemplarse las ruinas de una capilla medieval, cubiertas por completo por musgo y afilados zarzales.
Dentro de la capilla, se respira un cargado ambiente, un olor a cobre y sal, a sangre. Ni un sólo cadáver más cabe dentro de las ruinas.
Los invitados, yacen sobre su propia sangre, con sus ropas hechas jirones, con una terrorífica mueca de horror y dolor grabadas en sus rostros.
En el altar, dos cuerpos reposan uno junto al otro iluminados por frágiles rayos de luna y salpicados por gotas de sangrientos rubíes, cogidos de la mano, radiantes.


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