Escribir

Escribir. Ya casi no recuerdo qué significas. Encima de la estantería puedo ver cantidades ingentes de papeles escritos por , tiempo atrás, y no puedo recordar ni cómo ni cuándo los escribí. Sabes que siempre preferí encontrarte sobre un trozo de papel que sobre una pantalla de ordenador
La verdad es que te echo de menos. Liberar mi mente en la inmensidad de un trozo de papel y dejar que corretee como un chiquillo en un parque, sin miedo a encontrar recuerdos y a manipularlos para tejer una historia. El refugio perfecto para días sin planes.

Desde que la conocí, te dejé de lado. Lo siento.
Ahora, cada vez que recojo un bolígrafo de la mesa y me decido a buscar tu compañía, los recuerdos sobre ella me hacen daño y me alejan de ti.
Espero olvidarla pronto, dejar de sufrir y volver a encontrar paz fabricando líneas y líneas de historias interesantes, absurdas, divertidas o escalofriantes. Como hace tiempo solía hacer, contigo.
Espero volver pronto a escribir.

Underboss. 1


Aquel día el sonido de las sirenas virtuales de los coches patrulla era ensordecedor. Mezclado con la penumbra que producen los últimos rayos de artisol (sol artificial, powered by Globex) al chocar contra los altos edificios y los vehículos que surcan las calles a 300 metros de altura, creaba una sensación de inquietud que a Clive no le gustaba. No le permitía disfrutar de su ramen con tranquilidad.

Desde que la 4ª ciberguerra mundial acabó, miles de inmigrantes de la república de Banrai (antiguas China y Japón) invadieron las calles de Nuevos Ángeles (antigua Los Ángeles).

Perdona que esté escribiendo continuas referencias al lejano siglo XXI, pero por desgracia las leyes de educación virtual son un desastre y la gran mayoría de los droides (casi el 45% de la población mundial) no tienen historia anterior al siglo XXXVI (actualmente nos encontramos en el siglo XLII) cargados en su unidad física.

Como decía, el alboroto que formaban los coches patrulla en la creciente oscuridad no le entusiasmaba a Clive, es más, le provocaba ansias de huir a toda prisa. Es lo que tiene su profesión, la policía y el no son compatibles. Sacó un billete de dos trips y salió del tenderete Banriés sin preocuparse por el cambio. Una vez en la calle, comenzó a andar calle abajo, dirigiéndose al complejo de apartamentos en el que residía. Hace poco que tuvo que mudarse ya que su anterior apartamento saltó por los aires mientras el realizaba uno de sus trabajitos.

La única preocupación que ocupaba la mente de Clive en aquel momento era llegar al piso sin que los droides policía de la NADPD (Departamento de Policía Droide de Nuevos Ángeles) lo detectaran, o sin que alguno de los habitantes del barrio se percataran del arma bláster que mantenía bien aferrada dentro del bolsillo de su chaqueta.
Veintiuno, veintitrés y veinticinco.  Podía considerarse a salvo. Había llegado al portal de su bloque.
Se dirigió hacia el ascensor holográfico no sin antes cerciorarse de que la calle seguía despejada, sin rastro de droides u otros individuos menos recomendables.

Felicia reposaba tranquilamente sobre el sofá del salón, contemplando la maraña de coches que sobrevolaban el bloque de apartamentos en hora punta, mientras Clive entraba resoplando en el piso, dejando sus llaves en el aparador de la entrada.
La gata dejó de lado su interés por el tráfico nocturno y echó a correr en busca de los mimos de su amo, pero éste no prestó la menor atención al animal y se dirigió al cuarto de baño. Vendarse la mano, destrozada por decenas de puñetazos descargados con ferocidad sobre un duro cráneo, era un ritual bastante frecuente últimamente.
Como podrás ir imaginando, Clive no era repartidor de pastillas alimenticias Beauty Molly, ni camarero, abogado, taxista, peluquero, profesor… Clive trabajaba para la familia Mazzini, una de las asociaciones de crimen organizado de Nuevos Ángeles.

Quizás estés pensando: “Pero mafia, en el siglo tropecientos mil… ¿Cómo es posible?”

Pues sí. La policía del estado de Nueva York consiguió desmantelar a la última familia mafiosa de los Estados Unidos de Norte y Sur América, la familia Mazzini. Sin embargo, varios miembros de la misma, lograron huir hacia el Oeste, a la antigua California, donde establecieron una nueva base donde emprender sus ilícitas actividades. Los Ángeles.
La familia Mazzini ha logrado sobrevivir hasta el siglo XLII mientras que otras familias de origen italiano, orientas y europeo nacieron, crecieron y desaparecieron e lo largo de los siglos. 

Actualmente en la ciudad de Nuevos Ángeles hay otras tres familias mafiosas:
La familia Shin-Ken, procedente de Banrai, dedicada al mundo de la prostitución, el juego ilegal y la exportación ilegal de productos humanos a otros planetas.
La familia Tenpao, procedentes de la perecedera y poderosa Tailandia, famosa por ser una de las familias más poderosas y violentas, ya que controlan la industria armamentística, varias corporaciones de mercenarios y parte de los sindicatos de los astilleros interestelares.
Bexin-14, originaria de Eurasia, cuenta con una gran colonia de Prixanos (habitantes del planeta Prixan, de la galaxia NGC 4414) entre sus hombres, famosos por ser una de las razas cuya población es drogadicta desde el momento en que nacen, y controlan el narcotráfico sintético y la trata de esclavas destinadas a la prostitución (de la que se beneficia la familia Shin-Ken).

De las cuatro familias, la más poderosa es la familia Mazzini. No por casualidad ha sobrevivido 21 siglos a guerras mundiales (3ª y 4ª), invasiones y plagas cibernéticas.
La familia tiene como principal actividad la extorsión a las demás familias, además del control de gran parte del gobierno del país, los puertos espaciales y el contrabando de información en la galaxia.

Clive trabajaba para la familia Mazzini, exactamente para el hijo de Don Piero Mazzini, el joven Vincenzo. Vinnie era el mayor de dos hermanos y el más que probable heredero del imperio familiar, muy a pesar de su hermano Beppo. Ambos ostentaban el rango de caporegimes o capos.
Clive comenzó a trabajar para Vinnie hace 16 años. Aún recuerda la tarde en que iba paseando por Sunset Benraitown con su mujer Carrie, con la que hacía tres semanas que se había casado, cuando un grupo de chicos orientales armados cruzó la calle, corriendo y disparando contra la multitud, huyendo de los droides policía. Aquella tarde murieron treinta y dos personas y entre ellas estaba Carrie. Su dulce Carrie. La imagen de su mujer tirada en el suelo, desangrándose, aún le atormenta en algunas noches de borrachera.
A la semana siguiente al asesinato de su mujer, Clive se dirigió a la Sexta Manzana, cuartel general del Capo Vinnie Mazzini, y a los dos días, el grupo de siete chavales amarillos estaba flotando bocabajo en la depuradora de aguas residuales de la ciudad.
-Algún día, y puede que ese día nunca llegue, te pediré que hagas algo por mí. Hasta entonces, considera esto como un regalo.- dijo seriamente Vinnie, estrechando fuertemente la mano de Clive.
Y un día, alguien llamó a la puerta.

Woklube



No eran aún las 7 de la mañana y ya hacía un calor de narices. Hacía tanto calor que los peces no se atrevían ni a salir a la superficie del lago.
Hace unos años, a estas alturas del verano, los turistas solían pasarse días enteros acampados a las orillas del lago Woklube, disfrutando de sofocantes baños y la tranquilidad que se respira en los parajes que lo rodean. Sin embargo después de la crisis mundial que se está sufriendo, cada vez es menos gente la que puede permitirse veranear lejos de casa. Y mucho menos en estos lares, perdidos de la mano de cualquiera de los dioses existentes, en Sudáfrica.

A Rodrigo le encanta la pesca. Pasarse horas y horas sentado tranquilamente en una silla plegable, contemplando la quietud de las aguas, mientras los peces van y vienen alrededor del cebo de la caña de pescar. Y si hay suficiente cerveza a mano como para emborrachar a un elefante, pues mejor.
Rodrigo lleva unos años viviendo en Pretoria, la capital judicial de Sudáfrica, trabajando en un viejo taller en el barrio donde vive. Se trasladó a África después de que su mujer le abandonara por un joven abogado del bufete en el que trabajaban. No podía pasar página tras ver cómo la mujer a la que amaba, la mujer con la que se casó a los veintidós años, dejaba que 7 años de matrimonio se volatilizaran en unas pocas semanas. La verdad es que aún se le viene a la cabeza de vez en cuando la tarde en la que llegó pronto a casa y se encontró a su esposa y su amante en la habitación, riendo como hienas y retozando en la inmundicia de su infidelidad como cerdos.
Asique presentó su dimisión ante Hernán-Prieto, el director del bufete (no sin que le ofreciera un jugoso aumento de sueldo por conservar a su mejor abogado), hizo las maletas, se fue a una agencia de viaje, y tras tres cuartos de hora de ver mapas, leer folletos y escuchar a la simpática y atractiva agente de viajes, decidió que se iría a Pretoria. Le hizo gracia el nombre de la ciudad. Le recordaba a la guardia personal de los Césares en la antigua Roma y creyó que sería un buen sitio donde comenzar su vida prácticamente desde cero. El idioma no fue ningún problema para un exitoso abogado. Al principio pensaba que le costaría mucho adaptarse al entorno, pero en el barrio donde estableció su hogar había un restaurante regentado por un aragonés, Fernando, un maño de pura cepa de unos 30 años que le ayudó lo indecible para encontrar trabajo en uno de los despachos más famosos de toda Sudáfrica.
Estaba a gusto con su nueva vida, comenzaba a olvidar a su exmujer y al cabronazo de su amante. Empezaba a no echar de menos Madrid, a la familia, los amigos, etc.

Rodrigo comenzó a aficionarse a salir con Fernando y los amigos de éste por el centro de Pretoria, por los bares, pubs y discotecas que cada fin de semana se abarrotaban de gente con ganas de pasar un buen rato y punto.
Claro, todo lo que necesita un hombre es eso. Un poco de desfase, y al lunes siguiente ir al trabajo hecho un verdadero trapo, cargado de analgésicos y cafeína.
Una noche, fueron a la inauguración de una nueva discoteca temática, una de esas modernas salas donde cada fin de semana se organiza un espectáculo distinto, ambientado en diversas épocas, donde pinchan los dj’s más prestigiosos del momento.
Aquello era bestial, cientos de personas disfrazadas de época Romántica bailando al son de los últimos hits de Guetta, rodeados de vapor coloreado por decenas de focos de cientos de colores diferentes, camareras espectaculares rellenando sin parar las copas que van quedando muertas en las manos de los clientes. El ambiente era una mezcla de sudor, placer y gloria que emanaba de cada cuerpo que se movía extasiado por una síntesis de música y alcohol.
Entre pelucas, ostentosos trajes y sensuales movimientos, Rodrigo observó que una preciosa rubia no dejaba de dirigirle atrevidas miradas. Poco a poco iban acercándose el uno al otro mientras que la imponente música que atronaba toda la sala creaba una sensación de euforia a la que no pudieron resistirse.
Saltos, cambios de luces, sonidos graves y agudos se sucedían a un ritmo vertiginoso. Besos, alguna caricia furtiva, tragos de cola y ron. Sensación de asfixia, temperatura en ascenso a un ritmo alarmante. El sexo se respiraba en el ambiente.
-Sácame de aquí- le susurró la chica al oído-. Creo que la salida de emergencia está abierta.
Fuera del local la temperatura era aún más alta. Sus cuerpos lo hacían posible. Comenzaron a comerse vivos en un callejón oscuro cercano a la discoteca, despreocupados de posibles miradas ajenas, dejándose llevar por el deseo más primario, el puro instinto de alcanzar el placer.
Rodrigo no se encontraba bien. Algo fallaba en su cabeza. La chica lo aferraba a la pared, mientras arrodillada daba rienda suelta a su imaginación, Rodrigo sólo veía sombras a su alrededor. En su mente resonaban las risas provenientes de su habitación en Madrid. Las risas de su mujer y aquél chico. Chirriante, como la risa de una hiena. Hiriente como millones de alfileres.
Bajó la vista y contempló a la rubia que tenía sus ojos clavados en él. Ella era igual. Igual que su mujer. Igual que todas. Debía sufrir. Y mucho.

Aquella mañana el despertador sonó con furia, como si un par de gigantes aporrearan con rabia unas campanas  inmensas. Parecía que el resacoso ritual posterior a una buena noche de juerga debía comenzar con un café bien cargado y una ducha fría. Rodrigo pensó que el trayecto hacia el cuarto de baño estaba siendo el más largo que había recorrido en su vida, y sintió ganas de tirarse en el suelo, fresco, y  dormir unas horitas más. Pero el deber del trabajo no puede eludirse tan fácilmente.
-¡Oh, no, Dios mío!-
La visión era tan espeluznante como dantesca. Las paredes estaban cubiertas por miles de trazos de sangre, como si una brocha de mastodónticas proporciones hubiese estado toda la noche dando tumbos por los azulejos-. ¡Dios, no!
La visión de Rodrigo se congeló al ver las cortinas de la bañera. La luz que penetraba por la ventana dibujaba sobre la cortina una extraña silueta.
Avanzó despacio hasta la bañera con paso tembloroso, con la intención de hacer a un lado la cortina de plástico y ver que había sucedido en su cuarto de baño.

Una maraña de intestinos caía de la mitad superior del cuerpo de una mujer, colgado por el cuello en el soporte de la ducha y el cabello rubio pendía inerte tapando la cara de la pobre desgraciada. En la bañera, sumergido en una ingente cantidad de sangre y agua, yacía la otra mitad del cadáver.

Rodrigo dio unos pasos atrás hasta topar con la pared que aguardaba detrás, impasible a la escena. Se sorprendió al descubrir que no estaba aterrado por las imágenes que se colaban a través de sus ojos, sino todo lo contrario: una paz insólita se extendía desde sus pies hasta la cuenca de sus ojos. Ojos que no podían apartarse de brillante rojo que pintaba las paredes (y parte del techo) del cuarto de baño.
Su mirada fue a recaer sobre el lavabo, donde reposaba un serrucho de carpintería, totalmente recubierto de sangre seca y restos de tejido muscular. Rodrigo se incorporó y la recogió con manos seguras, como si aquel gesto fuese tan cotidiano como encender la televisión para ver las noticias matinales.
Recordaba aquel serrucho perfectamente (se lo prestó su amigo Fernando para cortar unos tablones que posiblemente se transformarían en un mueblecito de  cocina para colocar especias), pero no lograba recordar cómo había transportado el cuerpo de… -¡Lucrecia! ¡Se llamaba Lucrecia! -.
Sólo recordaba intensas luces y sonidos ensordecedores, y rojo… mucho color rojo. Rodrigo comenzó a sentir cómo una espiral de mareo y náuseas golpeaban su cabeza. Cerró los ojos y se dirigió a la cocina. Pan, mantequilla y café. Sólo necesitaba eso.


Es increíble cómo ha evolucionado el mundo de la recogida de basura. Desde tirar los despojos por la ventana hacia la calle, hasta los prácticos contenedores que se esconden bajo tierra. Cáscaras de plátano, envases de refrescos, lejía, champú, medio bistec a medio comer, y 56 kilos de carne, vísceras y huesos humanos. 

Dos bolsas negras de gran capacidad. Ni una más, ni una menos. Inventazo.

Un clásico de Gun’s and Roses sonaba por la emisora de radio favorita de Rodrigo mientras éste se dirigía al bufete, en busca de un nuevo día de monótono pero bien remunerado trabajo.
-Woklube- dijo para sus adentros. –Una buena tarde de pesca, y por la noche, sexo y sangre. No hay plan mejor para el fin de semana.

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Palabras que se olvidan. 

Palabras que un día cualquiera fueron escritas en algún mugriento trozo de papel, con la esperanza de que alguien las leyera. Pero se olvidan.
Se escriben con la estúpida intención de calar en lo más profundo del alma, con la idea de evocar sentimientos y recuerdos en el corazón. Pero aun así se olvidan.
Las puedes encontrar en las alfombrillas que aguardan en la puerta de cualquier casa. El típico “wellcome” o “hello” que nadie recuerda al salir por la puerta. Las encuentras a cada lado de la calle, bombardeándote el cerebro y sin embargo ni siquiera son leídas para poder ser olvidadas después.

A veces son como trozos de cristal, hirientes y dañinos. Sacan a relucir la verdad de las personas, y claro está, eso no gusta. Pueden desenmascarar a farsantes, derrocar a infames dictadores, encumbrar al hombre a la fama, a la gloria. Pero antes o después, se olvidan.

También pueden ser como plumas al rozar la piel. Pueden hacer que se te erice el vello si las escribe la persona adecuada, o pueden portar el ansiado mensaje que todos esperamos recibir algún día. Pueden ser tan dulces como una pequeña brisa en un asfixiante día de verano. Y sin embargo, se olvidarán.

Las palabras pueden quedar guardadas en un cajón a la espera de ser útiles para cualquier propósito. Desde entretener a aburrir. Este último propósito suele ser muy frecuente. Incluso hay veces que comienzan a escribirse siguiendo un guión y terminan significando todo lo contrario a lo que se quería transmitir en un principio.

Y quienes las escriben son ilusos. Ilusos por creer que esas tontas palabras pueden interesar a alguien. Es más, puede ser que estas palabras que estás leyendo ahora mismo, mañana por la mañana no sean más que una tenue sombra que se pasee despreocupadamente por tu cabeza mientras desayunas unas sosas magdalenas.

337 palabras en total que carecen de cualquier significado, pero que a la vez significan un millar de cosas. 337 palabras que significan “volver”.

El asesino de Northhampton

-No, señor Williams. El crimen perfecto sí que existe. Y es por eso precisamente que encontrar al criminal es más fácil de lo que en un principio podíamos concebir.- Dijo Stenson, irguiéndose orgulloso de investigación en medio de la sala.
-Los asesinos que planifican crímenes perfectos son por regla general vanidosos. Gustan de que se reconozca su brutal y horrenda genialidad, que se alabe su capacidad imaginativa a la hora de cometer sus crímenes.- Prosiguió Stenson.- Y es por eso que usted, señor Williams, fue dejando todas aquellas pistas que tan poco nos ha costado descifrar.
-Desde aquellas pequeñas gotas de sangre que podían encontrarse alrededor de las prostitutas asesinadas, hasta aquellas cartas de baraja francesa que encontramos ante uno de los puestos de guardia del Palacio de Buckingham.
Aunque también fue un golpe de suerte contar con la inestimable ayuda de Patson, el joven limpiabotas que tanto conocía a aquellas pobres diablas que por azares del destino acabaron convirtiéndose en sus objetivos.

Cada vez que el detective Stenson explicaba los pasos que le llevaron al asesino de Pleasures Street, la estancia victoriana decorada con gran exquisitez parecía apocarse poco a poco cerniéndose sobre el asesino, Elijah Williams, un empleado de la fábrica de sedas de Northhampton, una de las más importantes del Imperio Británico.
Desde que quedó huérfano en el incendio que arrasó con las vidas de sus padres, el joven Elijah pasaba las tardes observando las rutinas de las calles de Northhamptonshire, los vaivenes de los tenderos que encandilaban a las amas de casa y doncellas de hogar para que compraran sus productos, y cómo no, los eróticos quehaceres de las prostitutas de los barrios más deprimidos de la ciudad.
Le dolía profundamente aquel libertinaje. Le destrozaba por dentro observar aquel maldito libertinaje.
Las prostitutas, como él, eran personas arrancadas de sus familias de una u otra manera, obligadas a sobrevivir en las calles de una despiadada y fría ciudad. Aun así, constituían una especie de clase social a parte. Abundantes ingresos que les permitía comprar caros vestidos y desayunar, comer y cenar caliente todos y cada uno de los días de su vida.
Él sin embargo optó por trabajar de sol a sol para poder permitirse llevarse a la boca un lastimero trozo de pan al final del día, cuando acudía a la pensión de la vieja Molly a dormir.
La diferencia era que ellas optaban por el camino “fácil”, dejarse llevar por el dolor y convertir sus vidas y sus cuerpos en objetos de placer a cambio de unos jugosos puñados de monedas que limpiaban la parte más amarga de sus vidas.
Aquello lo llevó a frecuentar los barrios de mujeres de moral distraída. Comenzó a observar cuáles eran sus rutinas, a asesinarlas una a una y a esconder sus cadáveres magistralmente. Tanto que aún no se sabe dónde pueden estar. Pero una pequeña porción de vanidad fue creciendo en su interior al darse cuenta de que todo aquello se le daba bien. Era un talento innato en él. El arte de la muerte en la palma de su mano.  Lo que le llevó a dejar pistas que provocaran el inevitable descubrimiento de su arte. Su macabro arte.

Y en medio de la sala estaba Williams, con un gesto gélido y opaco que ocultaba el arduo trabajo que se llevaba a cabo en su cerebro.
-Señor Elijah Williams, queda usted detenido por el asesinato de diecinueve mujeres.

Besos de pólvora

Nos sobran las balas.
Cajas y cajas de cartuchos de munición, proyectiles destinados a atravesar la carne de aquellos que son llamados "nuestros enemigos".
Atrincherados en esta vieja casa medio derruida en medio del paraje yermo de California, bajo un sol abrasador que baña el mar de arbustos, cactus y cabezas de ganado, las balas sobrevuelan nuestras cabezas como enjambres de enfurecidas abejas.
Marte y Plutón prosiguen su camino allí arriba en el universo, sin darse cuenta de que a ti y a mi nos queda poco tiempo.
Sin parar de disparar, de reir, de llorar, de comernos las miradas con los dientes de nuestros sentidos, gastamos munición, sueños perdidos que dejamos atrás por su gran peso, y otros que llevamos en nuestros bolsillos a cada lugar que visitamos.
El centelleante sol da paso a la tormenta, y los violentos relámpagos asustan a los caballos, que relinchan nerviosos entre la tormenta de arena del salvaje Oeste en el que nacimos, crecimos, nos conocimos y en el que moriremos, enamorados, como dos seres enfundados en ropas polvorientas.

Apunta y dispara, que no hay tiempo que perder. Los cuatreros nos rodean y la caballería hoy no vendrá. No hay futuro para nosotros dos en estas tierras dejadas de la mano de Dios.
Acuérdate de cómo cabalgábamos entre las reses, en medio del cañon sin apartar los ojos de nuestros cuerpos, sin atender a nada más que nuestros propios deseos. Era todo tan perfecto...

Y aquí estamos, por desearnos tanto y no prestar atención.
-A quién le importa!!!!- Gristas furiosa ante la sorprendida mirada de los cuatreros que intentan matarnos y robarnos todo aquello que tenemos, asediándonos sin cuartel, sin compasión.

Resignados, disparamos los últimos cartuchos; resistencia final intentando sobrevivir, sin poner tampoco demasiado empeño en la tarea. ¿Para qué? Todo tiene un final. Y el nuestro está llegando hacia nosotros ahora mismo. Es inútil oponerse.
No nacimos para esto; nacimos para acabar así, simplemente tú y yo, juntos, en el Oeste o en China, cuidando de ganado o estudiando contabilidad en cualquier escuela dominical de mala muerte.
Así es. Tú y yo. Haciendo a la lujuria avergonzarse de su propio significado.

Y mirandote fíjamente a los ojos, comprendo que tú piensas exactamente los ojos.
Los revólveres yacen ya inertes en el polvoriento suelo del desfiladero, reflejando los relámpagos que cruzan el firmamento ferozmente.

-Quítate la ropa.- Me dices suavemente entre susurros.- Volvamos al Oeste salvaje de verdad.-

Océanos y estrellas

El tiempo se ha parado, la luz abandona la habitación, el sonido de los platillos continúa resonando entre las cuatro paredes de este pequeño cuarto.
El humo prosigue su ascenso imparable hasta el techo de desconchada pintura, mientras los charcos que empapan el suelo dejan de contener infrenables ondas.
Nuestros cuerpos tendidos están sobre el suelo, inertes, medio desnudos, con los ojos abiertos de par en par y en blanco, fruto del mortal éxtasis que vivimos.

Los tambores comienzan a retumbar como de si melodías tribales de guerra se tratara; los fluorescentes que cuelgan desde el techo comienzan a agitarse y a centellear débilmente y las guitarras prosiguen con su infernal rasgueo.
La visión cobra al fin el sentido y nuestros músculos recobran la movilidad dejando atrás el agarrotamiento que los dejaron inmóviles. Truenos y centellas descienden sobre el mundo por última vez, y así ha de ser. La melodía adquiere ritmo rápidamente, la batería retumba sin cesar, nuestros cuerpos adquieren la vida de nuevo.

Ahora, vamos, muévete, ven conmigo, se aproxima el momento. Agárrate a mi mano, el humo inunda nuestros pulmones ya, volaremos hacia los confines de Saturno.
Escucha la música, ésta melodía, inquieta, con los ojos cerrados, y puedes ver como todo recobra la luz de nuevo, aunque sea inútil ya, todo vuelve a su ser.
Queda poco tiempo, despídete de la banda ya. Nos obsequian con su última canción, aprovechémosla.

Y mientras nuestros cuerpos se funden al son de los solos más profundos y místicos, todo se desmorona. Comienza a venirse abajo el techo, caen las estrellas precipitándose sobre nuestras cabezas, es hermoso. Tiemblan las paredes y las ventanas estallan, dejando entrar las aguas del océano que lo destruyen todo a su paso sin piedad. En la inmensidad de nuestra pequeña habitación todo se viene abajo, rindiendonos la despedida.
Los músicos luchan por seguir tocando la preciosa melodía mientras las aguas alcanzan inevitablemente sus cuellos; gracias, chicos.

¡No pares, sigue moviéndote, déjate llevar! ¡Es el fin del mundo, seremos libres al fin!

La canción se dirige a sus últimas notas como las aguas que vislumbran las vastas y salvajes extensiones del océano ante la impotente mirada del sol que muere tras el horizonte vertiendo sus lágrimas al mar. Entre el clímax de los instrumentos que ahogan su lamento lentamente, miramos hacia arriba, fascinados, contemplando la superficie del océano y del universo, que fundidos en uno solo, se desploman sobre nosotros.
Abrázate fuerte, es nuestro momento, seremos libres, al fin. 

Carta de amor del calibre 44.

Llevo tanto tiempo escribiendo esta carta que ya no recuerdo cuando comencé a hacerlo. No sé si por entonces aún te amaba o si por el contrario te odiaba con tantas fuerzas como te odio ahora.
Lo que sí sé es que te mereces cada uno de los pensamientos sobre ti que se cruzan por mi mente día y noche, buenos y malos.
Recuerdos sobre cómo me recogías entre tus brazos cuando las fuerzas abandonaban mi cuerpo, recuerdos sobre cómo te hacía reír a carcajadas bajo los cálidos rayos de sol primaveral.
Pero eso quedó atrás el día que todo acabó.

Ahora bajo cada mañana desde el cielo para contemplarte, absorto en tu mirada, en cada paso que tus largas piernas dan, esperando que te gires y adviertas mi presencia, como cuando te esperaba calle abajo para ir juntos al instituto cogidos de la mano como esas parejas que veíamos pasar mientras lanzábamos pan a los patos del parque.
Sueños y más sueños que nunca llegaron a cumplirse. Promesas y más promesas que jamás trascendieron.

Observo cómo las caricias de otra persona recorren tu piel haciéndote estremecer, envidioso, deseoso de que dichos dedos pertenecieran a mis manos, temeroso también, de que esas caricias que yo mismo te regalé hayan caído en el más profundo de los olvidos.
Te sigo sin cesar a donde quiera que vayas, camuflado entre las ligeras brisas que elevan tus cabellos hacia el infinito, arrancando esa suave fragancia que me adormecía cada noche mientras tu pelo se enredaba entre mis dedos.

Al atardecer, el lamento carmesí del nublado horizonte me anuncia que debo dejarte una vez más para regresar al sitio del que nunca conseguiré escapar. Lentamente asciendo sobre los edificios dejando tu figura atrás hasta que logras confundirte entre la multitud que abarrota las calles de la ciudad.
Ya sólo puedo atravesar los jirones de nubes que me separan del cielo, inundado de un tono rojo oscuro; rojo como la sangre que bajo mi cuerpo tirado sobre el suelo bañaba la carta que nunca llegué a enviarte.

No sé si por entonces aún te odiaba o si por el contrario te amaba con tanta fuerza como te amo ahora.

El flujo interminable

De repente puedes notar el sudor frío resbalando por tu espalda al despertar sobresaltado, poniéndote la piel de gallina, descubriendo que sólo ha sido una mala pesadilla, e instantáneamente reconoces que  lo que te espera al cabo del día puede ser peor que cualquier pesadilla.

No basta con cerrar los ojos y desear que cuando los abras el monstruo ya no esté enfrente tuya, con las fauces abiertas, saboreando el tierno bocado que lo aguarda. Por mucho que quieras permanecer totalmente a salvo bajo la escasa protección de las cálidas sábanas, la realidad te empuja poco a poco hacia el borde del precipicio.

Todo ese nubarrón de agobiantes ideas se pasa por la cabeza de Ethan, mientras se anuda lentamente y con extremado cuidado la corbata frente al espejo de la habitación, iluminada únicamente por una pequeña lámpara que lanza débiles rayos de luz sobre las tinieblas que la noche impone.

Fuera aun no ha amanecido, ni siquiera se escucha el rumor de coches que normalmente circulan por la autovía cercana al apartamento.
Todo es pura rutina para él. El mismo trayecto en coche cada día por las frías y mojadas calles de Brooklyn, atravesando un sin fin de manzanas rumbo al trabajo.
Una rápida parada en el dispensador automático del Tom's Stop para comprar el periódico y un café para llevar, las únicas herramientas de trabajo que necesitará en la comisaría.

El cuerpo de policía de Nueva York. Ése siempre fue el sueño que ocupó su cabeza cuando era niño, al ver llegar a casa a su padre, con la impecable gorra azul marino y el imponente revólver del 45 enfundado en su cintura.
Qué diferente son los sueños y la realidad. De esperar ser el héroe de todo un distrito, a ser un simple investigador encargado de resolver los increíblemente aburridos casos de violencia doméstica y algún que otro robo en los pisos "papelina", pisos asaltados por pequeños camellos para robar a los yonkis que viven el subidón provocado por el crack.
Sin embargo hay veces que el destino es caprichoso y decide obsequiarnos con un terrible e imprevisto revés en nuestras vidas.

A dos manzanas de distancia de la comisaría, podría advertirse una gran columna de humo que sobrepasaba los altos edificios de oficinas. Extrañado, encendió la radio por si las emisoras de radio del distrito daban alguna información, pero la radio del coche escogió el día perfecto para no funcionar... "Malditos coches japoneses", pensó.
Mirando por la ventanilla se dio cuenta de algo que no había visto jamás en la vida, y que la costumbre y la monotonía diaria al recorrer la misma distancia día a día de forma automática, sin reconocer siquiera personas que se cruzan en su camino: no había ni un solo coche circulando por la avenida, ni gente andando por las aceras, corriendo para llegar deprisa al trabajo.

Al salir de su ensimismamiento se percató de que estaba parado en medio de la desierta avenida, observando con incredulidad la escena que ante él se reproducía.
De modo que se puso en marcha y pocos minutos entró en el garaje de la comisaría para aparcar en su plaza reservada a investigadores.
Pero algo no cuadraba allí. El garaje estaba repleto de coches, como cada día a aquellas horas en las que la comisaría rebosaba actividad.
Extrañado, se bajó del coche y se dirigió al ascensor que lo elevaría al hall de la comisaría, donde normalmente se agolpan prostitutas, camellos, indigentes y toda clase de parias a la espera de su entrega a la policía judicial.

Sólo hay una palabra para definir lo que allí adentro había, rebosante hasta las paredes, cubriendo cada centímetro cuadrado que sus ojos podían observar: sangre.
Un sin fin de cuerpos se distribuían por la sala, en extrañas posiciones, totalmente artificiales, algunos incluso sin extremidades, decapitados o con las entrañas esparcidas por el suelo. 
La escena era dantesca; parecía sacada de una película mala de gore ochentero.

El hedor era totalmente insoportable, por lo que Ethan se tapó la nariz con la manga de la americana gris que vestía, esperando amortiguar el olor cobrizo y salobre de la sangre en descomposición. 
Rápidamente se dispuso a inspeccionar los cuerpos que parecían embutidos en uniformes de policía. Todos aquellos amasijos de carne eran sus compañeros: Lydia la recepcionista, Craig, Phil, Gordon, Smith... todos, todos y cada uno de los agentes estaban muertos.
Se dirigió a la sala de radio esperando encontrar allí algún cadáver más, pero no había nada. Ni sangre, ni cuerpos...absolutamente nada.

Comprobó en un instante que ninguno de los aparatos de radio funcionaba, al igual que los teléfonos de la recepción. Parecía que ningún aparato electrónico funcionaba, ni tan siquiera el móvil.

¿Qué demonios pasaba allí? ¿Qué podía haber causado tal carnicería?¿Qué ha pasado esta jodida noche?

Ethan parecía inerte, sentado en las escalinatas de la entrada de la comisaría, con las manos sobre la cara, apagando las lágrimas tras ellas.

¿Acaso será una maldita pesadilla?. Desgraciadamente, no.

Ilusión

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce.
La gente comienza a ponerse en pie dando gritos histéricos de emoción, mientras otras personas comienzan a descorchar botellas de champán, cava y sidra. Decenas de abrazos y besos inundan los salones de cada una de las casas de la ciudad. Qué emoción.
Fuera, el apabullante frío invernal no impide a la gente dirigirse con alegría y ruido a todos los locales que comienzan a proporcionar horas y horas de música, alcohol, drogas y demás desfases a un precio realmente asequible, hasta que sea hora de irse a la cama con una resaca de proporciones gigantescas.

Un nuevo año entra y todo el mundo cierra los ojos exactamente a las 00:00.
"Yo deseo encontrar al alguien que me quiera de verdad", "yo quiero ascender en mi trabajo", "yo quiero poder comprar un coche más grande y potente que el de mi vecino", "yo quiero bla, bla, bla".
Además, todo el mundo se propone cientos de nuevos propósitos: estudiar más, dejar de fumar, ir al gimnasio, pasar más tiempo con la gente importante, etc. Mil cosas que durante el resto del año, con el pretexto de que no tienen tiempo, no llevarán a cabo.

Cada navidad lo mismo, exactamente lo mismo. Estas fechas pasan de ser la ilusión de todo un año, las dos semanas favoritas de cualquier niño, a ser unas fechas en las que por más gente que te rodee, estás solo. Solo con tus pensamientos que no dejan de taladrarte el cerebro a todas horas, recorriendo cada centímetro de tu persona impidiendo disfrutar de lo afortunado que eres. Pero en fin, la cena está preparada. Feliz navidad.

A cuatro horas en avión, Yusuf contempla con los ojos empañados por las lágrimas los restos incendiados de lo que hasta hace tres minutos era su humilde casa. Trozos de carne y escombros por todas partes.
Sus padres, sus hermanos y sus abuelos estaban dentro cuando las sirenas comenzaron a sonar y el silbido de las bombas precedieron a las explosiones que iluminaban la estrellada noche en las afueras de Al-Fallüya. Todo aquello no estaba previsto, deberá incluirse en la lista de daños colaterales.

Al otro extremo del mundo, miles de personas siguen durmiendo a la intemperie mientras el cólera arrasa cada metro cuadrado de Puerto Príncipe en Haití, aunque se ha cumplido con creces con las ayudas recibidas: 34 médicos, 7 hospitales de campaña y 56 enfermeros. Todo un récord de buena voluntad.

Lo mejor de todo es cuando alguien te pregunta: ¿No es maravillosa la ilusión que se vive en estos días?. 
-Señor, la ilusión hace años que me hizo un corte de mangas antes de marcharse para siempre.

Liberación

Las hojas secas caen al otro lado de la ventana, como miles de copos de nieve dorados de un otoño frío y gris. Se amontonan en el bosque aguardando, taciturnas, tu llegada.

Sin embargo, ya no estás, y sinceramente, no creo que vuelvas nunca jamás. Aún recuerdo tu imagen, recorriendo el sendero de madrugada, sin decir nada, mirando fijamente al horizonte. No puedo culparte por ello.
Siento todos los días un gran peso que oprime mi pecho, un sentimiento de arrepentimiento que me desnuda y me deja indefenso ante tu gélida mirada.
Siento todas las cosas que te dije, fruto de la sin razón y el despecho; las palabras fueron crueles, acaloradas, aunque no del todo sinceras. He de admitir que tras toda aquella furia y desahogo se escondían las inmortales brasas de un amor que un día ardió en mi corazón hace años y que aún hoy sacude mis entrañas cada vez que leo las cartas que me enviabas cuando algo no iba del todo bien, cuando te sentías mal, cada vez que veo tus fotos, nuestras fotos.

Sólo quiero que te quede claro, que para mí fuiste la ilusión de vivir y la razón por la que cada mañana mis ojos se abrían deseosos de poder contemplar tu rostro un día más.
Ahora sé que aquellos momentos no volverán nunca, y puedo decir que hoy, ya no anhelo que vuelvan, pero antes de despedirnos por siempre jamás, quiero entregarte un trocito de mi corazón, lugar que no volverá a ser ocupado por otra persona que no seas tú, ya que no existe nadie en este mundo que pueda reemplazar todo aquello por lo que viví y por lo que amé.

Siempre serás mi primer amor. Adiós.

Solo

Otro día negro.

Intento abrir los ojos al despertar, sobresaltado por el tacto de la cálida ceniza que cae sobre mi cara.
No veo más que penumbra, y una sombra que viene y va. Poco a poco la visión va aclarándose, y puedo verte nítidamente, riendo, a mandíbula batiente, mientras tu huesudo dedo apunta hacia mí.
Algo dentro de mí se resquebraja, produciendo un intenso dolor. Viejo conocido.

El cielo tras de ti está totalmente oscuro, pero una extraña luz ilumina cada uno de los cuerpos que se amontonan enfrente nuestra.
A unos pocos metros puedo observar a un hombre, vestido con ajadas ropas, sostener una pistola en su mano, mientras contempla, asolado, el cuerpo inerte de su amada.
Sus labios aún conservan el calor que antaño colmaba su frágil cuerpo y de su pelo aún emana un agradable aroma, que lentamente va sustituyéndose por el hedor que el cuerpo produce al comenzar la putrefacción.
Las lágrimas de aquel hombre caen sobre la hierba seca que cubre cada centímetro del suelo, como una cascada que alimenta el caudal de un sempiterno lago de aguas color ocre.
En silencio levanta la pistola, con la mirada fija en el vacío, esperando que toda la desesperación acabe en unos instantes. Casi en susurros, pronuncia unas débiles palabras de amor, mientras aprieta el gatillo, y miles de pájaros envueltos en llamas levantan el vuelo sobre la oscuridad del día tras tan súbito estruendo.

Más allá de aquella escena, colina abajo, un niño camina solo entre la niebla que inunda todo el valle, dando cortitos pasos, mirando en todas direcciones, asustado.
Sus hombros van apartando las ramas de sauce que caen desde sus frondosas copas, y sus pies van hundiéndose poco a poco en el lodazal que queda oculto por la espesa bruma.
Su oscura melena roza ya el fango, pero su boca no articula palabra alguna. No hace nada, ni dice nada. Sabe cual es el final y lo acepta.

Parpadeo.

Sigues ahí, riéndote, mientras mi corazón va corrompiéndose y regenerándose, una y otra vez, a gran velocidad sobre la palma de tu mano.
Puedo escuchar una moribunda melodía de fondo. Mi canción favorita, la más triste y agónica de Korn, alcanza mis oídos, induciéndome en un estado de sobra conocido por mí.

Aquel hombre muerto, con las sienes destrozadas, la bella mujer muerta, los pájaros con alas de fuego, aquel niño pequeño, van uniéndose a ti lentamente, colocándose a tu lado, en frente mía, mirándome fijamente mientras cierro los ojos.

De nuevo la oscuridad tranquilizadora me abraza.

La ira de los monos

-El corazón ya no puede más y comienza a desintegrarse.- Comenzó a explicar el Señor Staunton, jefe de medicina de St. Bartholomew's Hospital.- Se diluye poco a poco entre los agujeros que lo atraviesan, desangrándole cada día más.
-En un primer momento creímos que podría tratarse de una afección cardiovascular, producida por un constante estrés, algún tipo de alteración hormonal o incluso un trastorno genético. Pero ninguna de estas causas provocó el fallo vital.

Entonces todos y cada uno de los periodistas de la sala dejaron de anotar frenéticamente el parte médico en sus libretas, y tras unas retorcidas risotadas, se quedaron atónitos ante lo que los médicos tenían custodiado en la urna de cristal, tapada con la tela de terciopelo carmesí.

-He aquí, señores y señoras, el mayor hallazgo científico de las últimas décadas. La síntesis emocional de un sentimiento en estado puro.- Masculló el Señor Staunton al retirar la tela de la urna.- El amor.

Un profundo murmullo de asombro invadió la oscura sala de prensa del hospital más antiguo de Londres, seguido de un sin fin de deslumbrantes flashes de cámaras fotográficas.

Un precioso halo carmesí rodeaba el sentimiento. Aquello era indescriptible. Era similar a una explosión pirotécnica en constante cambio. Emanaba de aquella urna una cálida sensación, de tranquilidad, de paz.

-Señores, al fin podremos descubrir la esencia de aquél sentimiento por el que los hombres viven, he irremediablemente, mueren- Dijo el Sr. Staunton.-Tanto sufrimiento se ha causado en el mundo por algo tan efímero como este sentimiento…

El doctor Staunton se quedó callado súbitamente, como si un rayo le hubiera golpeado la cabeza, contemplando con ojos muy abiertos la urna.
La síntesis comenzó a palpitar y a emitir un ligero zumbido, y en un momento, la sala entera se puso de pie para poder observarla.
Decenas de periodistas se agolpaban alrededor de la urna, intentando mirar más de cerca, con los ojos desorbitados.

Había una tensión muy fuerte en la sala, un ambiente muy cargado, lleno de violencia y de avaricia.
Y de repente, todos los presentes estallaron en un mar de golpes y gritos enrabiados, intentando apoderarse de la urna, puños que golpeaban caras, patadas en los costados, sangre que salpicaba el suelo, cuerpos tendidos en el piso.

Dentro de la urna, el amor contempla, divertido, la ira de los monos.

En tu oscuridad

Siempre hundido en la oscuridad,
vivo dolor de un recuerdo amargo,
acurrucado en una esquina de soledad,
esperas salir de tan cruel letargo.
La imagen del sendero recorrido
estalla nítida en tu cabeza
entre llantos, gimoteos y gritos,
resumen de una vida de tristeza.
Sólo te queda el sabor de una lágrima,
que solitaria cruza tu mejilla,
pues con cariño observas a tan frágil amiga
convertirse poco a poco en un ánima.
Y suenan ya los tambores,
claman la apertura del infierno, 
lugar donde el dolor parece tierno,
lugar donde se carbonizan los corazones,
y lúgubre bajas y observas todo,
las paredes de fuego y gélido lodo,
atmósfera remendada con mil perdones,
demasiado concurrido para estar solo.
Sin desprecio, aceptas la solución,
asumes el frío que nace en tu interior;
ya nunca jamás volverás a olvidar,
...en la oscuridad, hundido por siempre estarás. 

Veneno

Por fin el día parece oscurecerse, escondiéndose el sol tras negras nubes que anuncian una violenta tempestad.
Sin embargo, el día es soleado y apacible. Un día especialmente agradable para cualquier otra persona que habite en este mundo, y es que la tormenta está en mi interior. Crece con premura dentro de mí.

Poco a poco el corazón va corrompiéndose, apartando las buenas intenciones para dar rienda suelta a la ira y la frustración. Siento como la sangre va elevando su temperatura hasta el punto de sentir puras llamas de furia correr por todas las venas de mi cuerpo. Entonces la tensión se dispara, los oídos se taponan, produciendo un ensordecedor pitido que da paso a una violenta explosión de incontrolable rabia, que sin compasión llena todos los rincones de esta estancia.
Todos los sentimientos puros e inocentes sucumben ante la onda expansiva que hasta mi mirada nubla, dejando un yermo y desolador paisaje, descubierto, frágil y vulnerable. Pero eso no importa. A nadie le importa, mientras siga con esa sonrisa pintada en la cara que a todo el mundo complace y les hace sentir mejor consigo mismo.

Sembraste tanto veneno en mí, que ya no distingo si estoy vivo, o si aún sigo flotando inerte en tu recuerdo, amargo como la hiel. Y entonces vuelvo a explotar; tu recuerdo me enfurece hasta tal punto que pierdo la razón. Los ojos parecen querer salirse de las cuencas, al igual que mi cara se desencaja al gritar con ira, mientras todo lo que se va interponiendo en mi camino explosiona fruto de una lluvia de cólera.

La única esperanza que me queda es la de soñar con la mano que logre apaciguar el demonio que invade mi corazón, la mano que seque mis lágrimas, unas lágrimas que corren como ríos, como venas que desangran lentamente mi corazón.
Ya sólo queda el anhelo de que tu recuerdo desaparezca y pueda ser libre, al fin.
Que todos esos jirones de nubes oscuras y tenebrosas se disipen, dejando pasar los rayos de sol que vuelvan a mostrarme el camino a seguir, para llegar junto a ti.